Clasifique las siguientes oraciones en subordinadas
adverbiales de tiempo, de modo y de lugar.
Explique cuál es la oración principal y cuál es la
subordinada en cada una de ellas.
Los habitantes de Quito han reaccionado
como se esperaba.
Los vehículos de transporte colectivo
sí podrán circular mientras dura la hora pico.
Este modelo se aplica en ciudades donde
hay graves problemas de tránsito.
El apoyo de la ciudadanía aumentará
cuando se vean los primeros resultados.
Incluso la contaminación del aire ha
disminuido en donde se ha aplicado el “pico y placa”.
La eficiencia de la medida mejorará
según se implementen medidas complementarias.
ESCRIBA
EL GERUNDIO DE CADA INFINITIVO
amar………………………………comer……………………….vivir
………………
lavar……………………………….toser……………………….. dirigir………………………..agotar……………………………..caer
…………………… yendo……………………….trabajar……………………………traer………………………oír ……………………
Escoja la opción correcta y
escribe la oración completa .
La (……………………………………) es mi materia
favorita. (química / Química)
En
la pintura, el (……………………..) tiene como fin la imitación fiel de la naturaleza.
(realismo / Realismo)
Ayer
fui al (………………………..) a pagar el impuesto predial. (municipio / Municipio)
Mi
prima se graduó de teniente de (………………………………….) . (policía / Policía)
Se
abrieron las inscripciones para la facultad de (…………………………….) .
(arquitectura / Arquitectura)
El
barco perdido iba con rumbo al (……………………………) . (sudeste / Sudeste)
Escriba los
elementos indispensables de la novela policial:
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
Escriba la estructura de la novela policial.
………………………………………………………………………………………………
Principio in media res
es: ………………………………………………………………………………………………..
Estructura inversa es
………………………………………………………………………………………………..
Final abierto
es:
………………………………………………………………………………………………..
¿Qué
tipos de narradores existen en los
siguientes textos, explique?
“Como podrán imaginarse, mi estrecha
relación
con Sherlock Holmes había despertado en mí un
profundo interés por el delito; aun después de su
desaparición, nunca dejé de leer con
atención los
diversos misterios que salían a la luz pública”.
…………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
Perry Mason se levantó del sillón giratorio
para estrechar la mano de su visitante. Della
Street permaneció, por un momento, en
el umbral de la puerta, observando a los dos
hombres.
……………………………………………………………………………………………………………
Escoja
las respuestas correctas
a.-El doctor Watson es…
• un periodista.
• un testigo del asesinato.
• el asistente de Sherlock Holmes.
b. Sherlock Holmes y Watson fueron a
Cornualles…
• por motivos de trabajo.
• por motivos de salud.
• a visitar unos amigos.
c. Cuando el vicario y Mortimer
Tregennis llegaron donde Sherlock Holmes,este se mostró…
• entusiasmado.
• indiferente.
• disgustado.
d. La escena del crimen fue descubierta
por…
• el doctor
Richards.
• Mortimer
Tregennis.
• la señora Porter.
Responda las
siguientes preguntas del Pie del Diablo II
¿En qué se fundamenta Holmes para
afirmar que el primer crimen ocurrió muy poco después de que el señor Mortimer
Tregennis abandonase la estancia?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
¿Por qué considera Holmes que Mortimer
Tregennis está por encima de toda sospecha?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
Responda las
siguientes preguntas del Pie del Diablo III
¿En qué consistió el experimento de
Sherlock?
……………………………………………………………………………………………….
¿Con qué fin lo realizó?
……………………………………………………………………………………………….
¿Qué logró comprobar con ello?
……………………………………………………………………………………………….
¿Qué impresión te causó la descripción del experimento?
………………………………………………………………………………………………
¿Qué recursos utilizó el autor para crear esa sensación?
………………………………………………………………………………………………
¿Cómo te hubieras sentido tú si hubieras estado
allí presente?
………………………………………………………………………………………………
Responda las
siguientes preguntas del Pie del Diablo IV.
¿Cuál fue la causa de las muertes y de
la locura de los miembros de la familia Tregennis?
……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………..
¿Cuál fue el motivo de los crímenes?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
¿Cuáles fueron las pistas en que se
basó Sherlock Holmes para resolver el misterio?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
¿Te sorprendió el final? ¿Por qué?
……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………..
¿Es creíble este final? ¿Por qué?
……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………..
¿Coincide el final con las predicciones que hiciste?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
¿Qué sentimientos, pensamiento o emociones te produjo el final del
relato?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
¿Qué elementos del texto contribuyeron
a producirte esa sensación?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
EN EL SIGUIENTE TEXTO SUBRAYE LAS IDEAS
PRINCIPALES CON ROJO Y LAS SECUNDARIAS CON AZUL.
Contar con elementos para emitir un
juicio crítico
Para elaborar una opinión sobre un
texto narrativo policial, es importante tomar como base aquellos elementos que
muestran los aspectos esenciales de la historia y del género literario. Para
que nada se pase por alto, mientras realizamos la lectura del relato debemos
anotar todo aquello que nos parece relevante.
Es probable que no todo lo que hemos
anotado sea de utilidad en la elaboración de una opinión, por lo que de esos
fragmentos haremos una segunda selección. En esta selección final es importante
considerar el desenlace de la novela. Recordemos que es aquí donde el detective
cuenta cómo ha resuelto el enigma y dónde se develan las motivaciones del
criminal. En función de esa resolución, los demás fragmentos escogidos tendrán
que remitirnos a cómo el detective fue concibiendo esa solución y las causas
del crimen. Lo demás es quizá accesorio
y prescindible en una selección de fragmentos.
A partir de esta selección,
comprobaremos si es que el enigma fue resuelto a partir de las fórmulas de la
novela policial o no y, de esa manera, mediremos el ingenio del autor. Este es
uno de los criterios más importantes en el momento de emitir un juicio sobre un
texto policial. Mientras más conozcamos las particularidades de este género,
más podremos juzgar el ingenio y la imaginación del escritor. Así mismo,
mientras más textos de este género hayamos leído, más herramientas o argumentos
tendremos para la elaboración de comparaciones con otros textos similares.
. Escriba
la conjunción ( O ) que corresponda.
No recuerdo si la
reunión es a las 8 ( ) 8 y treinta.
Necesito 5 ( ) 6 huevos para este pastel?
Entre el público estaban
los integrantes de unos 10 ( ) más
grupos juveniles.
Deseas tomar t
( ) café?
Los estudiantes
que asisten al club de ajedrez son unos 20 ( ) 25 en total.
No puedo decidir
si asistir a la conferencia ( )
al taller.
. Reconozca
y subraye las proposiciones e indique si son subordinadas adjetivas o
sustantivas
Quien esté libre de pecado, que tire la primera
piedra.
Pregúntale cuál es su nacionalidad.
Este es el país al cual me encantaría ir en
verano.
No contaba con que hubiese prórroga en el
partido
. De
las siguientes oraciones, señala cuáles son simples y cuáles son compuestas:
a) Mis conferencias se están desarrollando con
un éxito muy grande para mí.
b) He estado en
pueblos de la isla, Santa Cruz e Isabela, donde asistí a una cacería de
chivos
c) Mañana salgo
a visitar a mis padres
d) Mis acompañantes elogiaron lo que ellos
llamaban mi sangre fría
e) La selva del Ecuador es un sitio con muchas
clases de animales.
. Indica
cuáles de las siguientes oraciones compuestas están formadas por coordinación y
cuáles por subordinación:
a) Si yo me pierdo, me encontraréis en Andalucía
o en Cuba
b) Cuando me iba a retirar, la madre de estos
niños me ofreció una taza de café
c) El otro día entré en un gran patio y me puse
a conversar con unos niños.
d) La conversación con la gente me resulta
agradable. Pero yo, a veces, prefiero la soledad.
e) Creo que continuaré unos días más en esta
maravillosa isla.
. Clasifique las siguientes oraciones
coordinadas en copulativas, disyuntivas. adversativas; subraye el nexo.
a) He visitado La Habana , pero no conozco
aún otras ciudades de la isla.
b) Dejamos Nueva York el jueves y llegamos a
La Habana el viernes por la tarde.
c) No he podido localizar a Chacón , ni
hablar con él por teléfono
d) Escribidme a esta dirección o enviadme un
telegrama a casa de los tíos.
e) No intervine en la cacería, sino que
estuve de espectador.
. Clasifique las siguientes oraciones en subordinadas
adverbiales de tiempo, de modo y de lugar.
Los habitantes de
Quito han reaccionado como se esperaba.
Los vehículos de
transporte colectivo sí podrán circular mientras dura la hora pico.
Este modelo se
aplica en ciudades donde hay graves problemas de tránsito.
El apoyo de la
ciudadana aumentar cuando se vean los primeros resultados.
Incluso la
contaminación del aire ha disminuido en donde se ha aplicado el “pico y placa”.
La eficiencia de
la medida mejorar según se implementen medidas complementarias.
. Subraye la opción correcta en el uso de la
mayúscula diacrítica.
Se abrieron las
inscripciones para la facultad de
(arquitectura / Arquitectura)
El barco perdido
iba con rumbo al (sudeste / Sudeste)
El cuy pertenece
al orden de los . (roedores / Roedores)
Por la emoción, la
directora dejó caer al piso su (oscar /
Oscar
. Reescriban
las siguientes oraciones haciendo uso de la regla de la elipsis.
Pedro nació en
Salcedo; Jessica, en Lago Agrio.
.............................................................................................................................
A Riobamba le
llaman “La Sultana de los Andes”; a Guayaquil, “La Perla del Pacífico”.
.............................................................................................................................
Unos hablan de
política; otros, de negocios, y algunos, de deportes.
............................................................................................................................
Dos más dos,
cuatro.
............................................................................................................................
. Cambie
el sujeto y conjugue el verbo en la 1era persona
Nunca digas mentiras a tus
amigos....................................................................................................................
Siempre cabemos en esta
casa...........................................................................................................................
El director no viene a la conferencia del da de
hoy........................................................................................
El chofer pone gasolina al salir de la
ciudad...................................................................................................
. Uso
de la J en verbos terminados en ger y gir , escriba la letra correcta.
Los niños
reco...en sus juguetes antes de acostarse.(recoger)
Por favor, dile a
Pedro que reco....a la ropa antes de irse.
Ayer esco....imos
el uniforme del equipo.(escoger)
Para hacer este
plato yo esco....o siempre los tomates más frescos.
Quisiera que
mañana diri...as el ensayo de la obra de teatro.(dirigir)
Los estudiantes se
diri...ieron al público con gran cortesa y cordialidad.
Corre....iste ya
tu borrador?( corregir)
Cuando corri...o
presto atencin a la ortografia y la sintaxis.
LECTURAS PIE DEL DIABLO
II
El pie del diablo
(Segunda parte)
Nuestras primeras
gestiones no sirvieron apenas para avanzar en la investigación.
Pero de todos modos
la mañana estuvo marcada, en inicio, por un incidente
que produjo en mi
ánimo la más siniestra impresión.Se acerca uno al lugar de la tragedia por
un sendero campestre estrecho
y serpenteante.
Caminábamos por él
cuando oímos el traqueteo de un coche que venía hacia nosotros, y nos hicimos a
un lado para darle paso. Al cruzarse con nosotros pude
entrever, por la
ventanilla cerrada, un rostro horriblemente contorsionado y
sonriente que se nos
quedaba mirando. Aquellos ojos desorbitados y brillantes, y aquellos dientes
que rechinaban pasaron junto a nosotros como
una visión espantosa.
–¡Mis hermanos!
–exclamó Mortimer Tregennis, lívido hasta los labios–. Se los llevan a Helston.
La casa donde nos
dirigíamos era una morada espaciosa y llena de luz, más mansión que simple casa
de campo, con un jardín de considerable extensión.
A este jardín se
abría la ventana del salón, y, según Mortimer Tregennis, era por allí por donde
tenía que haberse acercado el ser maléfi co que en un
instante, mediante el
horror puro, había hecho estallar sus mentes. Holmes caminó despacio y
pensativo por entre los tiestos de fl ores y por el sendero
que conducía al
porche. Tan absorto estaba en sus pensamientos, que recuerdo
que tropezó contra la
regadera, derramó su contenido e inundó nuestros pies y también el sendero del
jardín. Ya en la casa, salió a recibirnos la anciana ama de llaves, la señora
Porter. Respondió de buen grado a todas las preguntas de Holmes. No había oído
nada durante la noche. Últimamente, sus amos se mantenían de un humor
estupendo, y nunca los había visto tan alegres y prósperos. Ella se desmayó de
espanto al entrar por la mañana en la estancia y ver aquella reunión horrenda
alrededor de la mesa. Tras recuperarse abrió la ventana de par en par para que
pasara el aire, y corrió hasta el camino principal, desde donde envió
a un joven granjero
en busca del médico.
La señorita estaba
arriba en su cama, si deseábamos verla.
Subimos la escalera y
examinamos el cadáver.
Brenda Tregennis fue
una muchacha
muy bonita, aunque
ahora ya entraba en la
madurez. Su rostro de
tez oscura y rasgos
bien dibujados era
hermoso, incluso muerta,
aunque aún se
adivinaba en él algo de
aquella convulsión de
horror que fue su última
emoción humana. Desde
su dormitorio
bajamos al salón
donde ocurrió la extraña
tragedia. En la
chimenea se apiñaban las
cenizas carbonizadas
del fuego de la noche.
Seguían sobre la mesa
las cartas desparramadas
en su superfi cie.
Las butacas fueron
colocadas contra la
pared, pero todo lo demás
había quedado como la
víspera. Holmes
recorrió la estancia
con paso ligero y rápido;
se sentó en las
diversas sillas, acercándolas
a la mesa y
reconstruyendo sus posiciones.
Comprobó cuanta
extensión de jardín se veía
desde allí; examinó
el suelo, el techo y la
chimenea, pero ni una
sola vez percibí aquel
súbito brillo en sus
ojos, ni la contracción
de los labios que me
indicaban que veía un
resquicio de luz en
la oscuridad.
–¿Por qué fuego?
–preguntó una vez–.
¿Lo tenían siempre
encendido en las noches
primaverales, en una
habitación tan
pequeña?
Mortimer Tregennis le
explicó que la noche
era fría y húmeda.
Por esa razón encendieron
el fuego después de
su llegada.
– Con su permiso,
caballeros, volveremos
a nuestra casa,
porque no me parece que
aquí aparecerá nada
nuevo, que sea digno
de atención. Daré
vueltas en mi cabeza a
todos estos hechos,
señor Tregennis, y si se
me ocurre algo, desde
luego me pondré en
contacto con usted y
el vicario. Hasta tanto,
les deseo muy buenos
días.
Hasta luego de pasado
un buen rato de
nuestro regreso a
Poldhu Cottage, Holmes
no rompió su mutismo
completo y ensimismado.
Permaneció, todo el
rato, hecho un
ovillo en su sillón,
con su rostro macilento y
ascético, apenas
visible en el torbellino azul
del humo de su
tabaco. Las oscuras cejas
fruncidas, la frente
arrugada y la mirada vacía
y perdida. Por fi n,
dejó a un lado su pipa
y se puso en pie de
un salto.
–Es inútil, Watson
–dijo, con una risotada–.
Vamos a caminar
juntos por los acantilados
en busca de fl echas
de pedernal.
Es más fácil
encontrar eso que una pista
en este asunto. Hacer
trabajar al cerebro
sin sufi ciente
material es como acelerar un
motor. Acaba
estallando en pedazos. Brisa
del mar, sol, y
paciencia, Watson; todo se
arreglará.
–Ahora defi namos con
calma nuestra
posición –prosiguió
mientras bordeábamos
juntos los acantilados–.
Agarrémonos con
fi rmeza a lo
poquísimo que sabemos, para
que cuando aparezcan
hechos nuevos, seamos
capaces de colocarlos
en sus lugares
correspondientes. En
primer lugar, daré por
sentado que ninguno
de los dos está dispuesto
a admitir intrusiones
diabólicas en
los asuntos humanos.
Nos quedan, pues,
tres personas que han
sido gravemente lastimadas
por un agente humano,
consciente
o inconsciente. Ese
es terreno fi rme. Bien,
¿y cuándo ocurrió
eso? Evidentemente, y suponiendo
que su relato sea cierto,
muy poco
después de que el
señor Mortimer Tregennis
abandonase la
estancia. Ese es un punto
muy importante. Hay
que presumir que fue
solo unos minutos
después. Las cartas aún
estaban sobre la
mesa. Era ya más tarde de
la hora en que solían
acostarse, y sin embargo,
no habían cambiado de
posición ni
apartaron las sillas
para levantarse. Repito,
pues, que lo que
fuera, ocurrió inmediatamente
después de su marcha,
y no después
de las once de la
noche.
“El siguiente paso
obligado es comprobar,
dentro de lo posible,
los movimientos
de Mortimer Tregennis
después de abandonar
la estancia. No es
nada difícil y parece
estar por encima de
toda sospecha. Conociendo
como conoce mis
métodos, habrá
advertido, sin duda,
la burda estratagema
de la regadora,
mediante la cual he obtenido
una impresión de las
huellas de sus
pies, más clara que
la que habría podido
conseguir de otro
modo. En el sendero húmedo
y arenoso se han
dibujado admirablemente.
La noche pasada
también había
humedad, como
recordará, y no era difícil,
tras obtener un botón
de muestra, distinguir
sus pisadas entre
otras y seguir sus
movimientos. Parece
que se alejó rápidamente
en dirección de la
vicaría.”
Si Mortimer Tregennis
desapareció de
la escena, y alguna
persona afectó desde el
exterior a los jugadores
de cartas, ¿cómo podemos
reconstruir a esa
persona, y cómo es
que infundió en ellos
tal sentimiento de horror?
Podemos eliminar a la
señora Porter. Se
ve que es inofensiva.
¿Hay alguna evidencia
de que alguien se
encaramó a la ventana del
jardín, y, de un modo
u otro, produjo a quienes
la vieron un efecto
tan terrorífi co que les
hizo perder la razón?
La única sugerencia
es que esa dirección
fue expresada por el
mismo Mortimer
Tregennis, que afi rma que
su hermano habló de
cierto movimiento en
el jardín. Eso es
realmente extraño, ya que
la noche estaba
lluviosa, encapotada y oscura.
Cualquiera que
tuviera el propósito de
asustar a esas
personas, estaría obligado a
aplastar su cara
contra el cristal antes de ser
visto. Hay un
parterre de fl ores de un metro
fuera de la ventana,
y sin embargo, no hay
en él ni la sombra de
una huella. De modo
que, es difícil
imaginar cómo alguien ajeno
a la familia, pudo
producir en los tres hermanos
una impresión tan
terrible; y por otra
parte, no hemos
hallado ningún móvil para
una agresión tan rara
y complicada. ¿Se da
cuenta de nuestras
difi cultades, Watson?
–Demasiado bien
–respondí, con convicción.
–Y sin embargo, con
un poco más de
material, quizá
demostremos que no son insuperables
–dijo Holmes–. Me
imagino que
entre nuestros
abundantes archivos, Watson,
encontraríamos
algunos casos casi tan
oscuros como éste.
Mientras tanto, dejaremos
el asunto a un lado
hasta que consigamos
datos más concretos,
y consagraremos
el resto de la mañana
a la persecución del
hombre neolítico.
Quizá ya he hablado
del poder de abstracción
mental de mi amigo,
pero nunca
me maravilló tanto
como aquella mañana
primaveral en
Cornualles, cuando pasó dos
horas, platicando
sobre celtas, puntas de
fl echas y restos
diversos, con tanta despreocupación
como si no hubiera un
misterio
siniestro esperando a
ser resuelto. Fue, al
regresar a la casa
por la tarde y encontrar a
un visitante
aguardándonos, cuando nuestras
mentes volvieron a
concentrarse en el
asunto pendiente.
Ninguno de los dos necesitamos
que nadie nos dijera
quién era
nuestro visitante.
Aquel cuerpo imponente,
aquel rostro
agrietado y lleno de cicatrices,
de ojos llameantes y
nariz de halcón, aquel
cabello encrespado
que casi rozaba el techo
de nuestra casa,
aquella barba dorada en las
puntas y blanca junto
a los labios, salvo por
la mancha de nicotina
de su cigarrillo perpetuo,
aquellos rasgos, en
suma, eran tan
conocidos en Londres
como en África, y solo
podían asociarse con
la tremenda personalidad
del doctor León
Sterndale, el gran explorador
y cazador de leones.
Habíamos oído hablar
de su presencia
en la región, y en
una o dos ocasiones
habíamos percibido su
alta silueta en los
caminos de los
páramos. Sin embargo, ni
él hizo nada por
trabar conocimiento con
nosotros, ni a
nosotros se nos había ocurrido
trabarlo con él, ya
que era del dominio
público que su amor
por el recogimiento
era lo que le
impulsaba a pasar la mayor
parte de sus
intervalos entre una expedición
y otra, en un pequeño
bungaló sepultado
en el solitario
bosque de Beauchamp
Arriance. Allí, con
sus libros y sus mapas,
llevaba una
existencia totalmente solitaria,
atendiendo él mismo a
sus sencillas necesidades,
y prestando, en
apariencia, poca
atención a los
asuntos de sus vecinos. Así
que fue una sorpresa
para mí, oírle preguntar
a Holmes, con voz
anhelante, si había
algo en su
reconstrucción del misterioso
episodio.
–La policía del
condado está totalmente
perdida –dijo–; pero
quizá su vasta experiencia
le haya sugerido
alguna explicación
verosímil. Mi único
derecho a reclamar su
confi anza es que
durante mis muchas residencias
aquí, he llegado a
conocer muy bien
a la familia
Tregennis (en realidad, podría
llamarles primos por
línea materna) y su extraño
fi nal me ha causado,
como es natural,
un gran impacto.
Estaba ya en
Plymouth, camino de África,
pero me he enterado
de la noticia esta
mañana y he venido
sin pérdida de tiempo
para ayudar en la
investigación.
Holmes arqueó las
cejas.
–¿Y ha perdido el
barco por eso?
–Tomaré el próximo.
–¡Caramba, esto sí
que es amistad!
–Ya le digo que
éramos parientes.
–Sí, sí; primos por
parte de madre. ¿Estaba
ya su equipaje a
bordo?
–Algo de él había,
pero la mayor parte
estaba en el hotel.
–Comprendo. Pero no
creo que el suceso
haya sido publicado
todavía en los periódicos
matutinos de
Plymouth.
–No, señor; he
recibido un telegrama.
–¿Puedo preguntar de
quién?
Una sombra cruzó el
demacrado rostro
del explorador.
–Es usted muy
inquisitivo, Señor Holmes.
–Es mi trabajo.
Con un esfuerzo, el
doctor Sterndale recuperó
su furibunda
compostura.
–No veo objeción para
decírselo. Ha sido
el señor Roundhay, el
vicario, quién me ha
enviado el telegrama
que me ha hecho venir.
–Gracias –dijo
Holmes–. En respuesta
a su pregunta
original puedo decirle que
aún no tengo la mente
clara en relación con
el caso, pero abrigo
esperanzas de llegar
a alguna conclusión.
Sería prematuro decir
algo más.
–Quizá no le
importaría decirme si sus
sospechas apuntan en
alguna dirección determinada…
–No puedo responder a
eso.
–Entonces he perdido
el tiempo, y no necesito
prolongar mi visita.
–El famoso doctor
salió de nuestra casa
de un patente mal humor,
y a los cinco minutos
Holmes le siguió.
No volví a verlo
hasta después del anochecer,
cuando volvió con un
paso lento y
una expresión huraña
que me hicieron comprender
que no había
progresado mucho
en su investigación.
Le echó una mirada al
telegrama que le
aguardaba, y lo tiró a la
chimenea.
–Del hotel de
Plymouth, Watson –dijo–.
Me ha dado el nombre
el vicario, y he telegrafi
ado para asegurarme
de que la historia
del doctor León
Sterndale era cierta. Parece
ser que en efecto ha
pasado la noche allí, y
que ha dejado parte
de su equipaje camino
a África, y ha vuelto
para estar presente en
la investigación.
¿Qué opina, Watson?
–Que está vivamente
interesado.
–Vivamente interesado,
sí. Hay en ésto
un hilo que aún no
hemos sabido encontrar
y que nos guiaría por
esta maraña. Anímese,
Watson, porque estoy
convencido de que
aún no ha caído en
nuestras manos todo
el material
necesario. Cuando eso suceda,
pronto quedarán atrás
nuestras difi cultades.
Poco sabía yo,
entonces lo pronto que
se harían realidad
las palabras de Holmes,
y lo extraño y
siniestro que sería el acontecimiento
inminente que abriría
ante nosotros
una nueva línea de
investigación. A
la mañana siguiente,
me estaba afeitando
junto a la ventana,
cuando el ruido de unos
cascos y, al levantar
la vista, vi una carreta
que se acercaba a
todo galope por la senda.
Se detuvo delante de
nuestra puerta, y
nuestro amigo, el
vicario, se apeó de ella
apresuradamente y se
acercó corriendo por
el sendero de nuestro
jardín. Holmes ya
estaba vestido, y
ambos salimos prestos a
recibirle.
Nuestro visitante
estaba tan excitado
que apenas podía
articular palabra, pero
por fi n, entre
jadeos y estallidos, salió la
trágica historia de
sus labios.
–¡Estamos poseídos
por el diablo, señor
Holmes! ¡Mi pobre
parroquia está poseída
por el diablo!
–gritó–. ¡El mismísimo Satanás
anda suelto por ella!
¡Nos tiene en
sus manos! –En su
agitación iba bailando
de un lado para otro,
salvándose solo del
ridículo por su
rostro ceniciento y sus ojos
desorbitados. Por fi
n nos disparó la terrible
noticia.
–El señor Mortimer
Tregennis ha muerto
durante la noche con
idénticos síntomas
que el resto de su
familia.
Holmes se puso en pie
de un salto, todo
energía en un
instante.
–Watson, tendremos
que posponer el
desayuno. Señor
Roundhay, estamos a su
entera disposición.
Deprisa, deprisa, antes
de que revuelvan las
cosas.
El huésped ocupaba en
la vicaría dos
habitaciones,
situadas una encima de la
otra, que formaban una
de las esquinas. La
de abajo era una
amplia sala de estar y la
de arriba el
dormitorio. Daban a un terreno
de croquet que se
prolongaba hasta las
mismas ventanas.
Nosotros llegamos antes
que el médico y la
policía, así que todo estaba
intacto.
La atmósfera en la
estancia era de asfi
xia horrible y
deprimente. La criada que
entró, primero abrió
la ventana, de lo contrario
aún habría sido más
intolerable.
Aquel ahogo podía
deberse, en parte, a que
en la mesa central
había una lamparilla
ardiendo y humeando.
Junto a ella estaba
sentado el muerto,
apoyado en su silla, con
la escueta barba
proyectada hacia fuera,
los lentes subidos a
la frente y el rostro,
enjuto y moreno,
vuelto hacia la ventana y
convulsionado por el
mismo rictus de terror
que había marcado los
rasgos de su difunta
hermana. Tenía los
miembros contorsionados
y los dedos
retorcidos como si hubiera
muerto en un
auténtico paroxismo de
miedo. Estaba
totalmente vestido, aunque
algunos indicios
mostraban que lo había
hecho con prisa.
Sabíamos ya que había
dormido en su cama y
que le había sobrevenido
su trágica muerte a
primera hora de
la mañana.
Podía adivinarse la
energía al rojo vivo
que se ocultaba
debajo del exterior fl emático
de Holmes, con solo
observar el cambio
brusco que se operaba
en él al entrar en el
fatal apartamento. En
un instante, se puso
tenso y alerta, con
los ojos brillantes, el
rostro rígido y los
miembros temblando de
actividad febril.
Salió al césped, entró por
la ventana, recorrió
la sala de estar y subió
al dormitorio, como el
osado sabueso registra
la madriguera. Dio un
rápido vistazo por
el dormitorio y acabó
de abrir la ventana, lo
que pareció
proporcionarle un nuevo motivo
de excitación, ya que
se asomó a ella
con sonoras
exclamaciones de interés y júbilo.
A continuación, bajó
la escalera apresuradamente,
salió por la ventana
abierta,
se tiró boca abajo en
el césped, se puso
en pie de un salto y
volvió a entrar en la
bulario
estancia, todo ello
con la energía de un
cazador que le pisa
los talones a la pieza.
Examinó la lamparilla,
que era de las
corrientes, con
minucioso cuidado y tomando
ciertas medidas en su
depósito.
Hizo, con su lupa, un
puntilloso escrutinio
de la pantalla de
talco que recubría
la parte superior de
la misma, y rascó
algunas cenizas que
había adheridas a
su superfi cie,
poniendo algunas de ellas
en un sobre, que acto
seguido se guardó
en su cuaderno de
bolsillo. Por fi n, en el
momento en que hacían
su aparición el
médico y la policía
ofi cial, llamó aparte
al vicario y salimos
los tres al césped.
–Me complace decirles
que mi investigación no ha sido del todo estéril –comentó–.
No puedo quedarme
para discutir el asunto con la policía, pero le agradeceré mucho,
señor Roundhay, que
le presente mis saludos al inspector y dirija su atención hacia la
ventana del
dormitorio y la lamparilla de la sala de estar. Son sugerentes, por separado, y
juntas casi
concluyentes. Si la policía necesita más información, me sentiré muy honrado
de recibirles en mi
casa. Y ahora, Watson, creo que aprovecharemos mejor el tiempo en otro lugar.
comentó–
El pie del diablo
(Tercera parte)
Durante los dos días
siguientes, Holmes
pasó una parte de su
tiempo en casa, fumando
y ensimismado, pero
una parte mucho
mayor la consagró a
dar largos paseos
por el campo, siempre
solo, regresando después
de muchas horas sin
comentar dónde
había estado. Un
experimento me sirvió para
comprender su línea
de investigación.
Se había comprado una
lamparilla idéntica
a la que ardía en el
dormitorio de Mortimer
Tregennis la mañana
de la tragedia. La llenó
con el mismo aceite
que se utilizaba en la
vicaría, y cronometró
con exactitud el tiempo
que tardaba en
consumirse. También realizó
otro experimento de
cariz más desagradable,
que no creo que
consiga olvidar nunca.
–Observará, Watson
–comentó una tarde–
que solo hay un punto
común de similitud
entre los distintos
informes que nos
han llegado. Se trata
del efecto producido
por la atmósfera de
ambas estancias en las
personas que primero
entraron en ellas. Recordará
que Mortimer
Tregennis, al describir
el episodio de su
última visita a casa de sus
hermanos, nos contó
que el doctor se desplomó
sobre una silla al
entrar al salón. ¿Lo
había olvidado?
Bueno, pues yo le aseguro
que ocurrió así.
Recordará también que la
señora Porter, el ama
de llaves, nos dijo que
había desfallecido al
entrar en la estancia y
que luego había
abierto la ventana. En nuestro
segundo caso (el de
Mortimer Tregennis),
no habrá olvidado la
terrible sensación de
asfi xia que producía
el aposento cuando
llegamos nosotros, a
pesar de que la criada
abrió la ventana. Esa
misma criada, según
averigüé luego, se
sintió tan mal que había
tenido que acostarse.
Admitirá, Watson, que
todos estos hechos
son muy sugerentes. En
ambos casos tenemos
evidencias de una atmósfera
envenenada. En ambos
casos también,
tenemos una
combustión en la sala:
un fuego en el
primero, y una lamparilla en
el segundo. El fuego
fue necesario, pero la
lamparilla fue
encendida (como demostrará
una comparación con
el aceite consumido)
mucho después del
amanecer. ¿Por qué?
Sin duda porque
existe una relación entre
las tres cosas; la
combustión, la atmósfera
asfi xiante y la
muerte o locura de esos desdichados.
Eso está claro, ¿no?
–Así parece.
–Por lo menos podemos
aceptarlo como
una hipótesis
probable. Supongamos, pues,
que en ambos casos
quemaron algo que produjo
una atmósfera de
extraños efectos tóxicos.
Muy bien. En el salón
de los hermanos
Tregennis esa
sustancia fue colocada en la
chimenea. La ventana
estaba cerrada, pero
como es natural,
parte del humo se perdió
por el cañón de la
chimenea. De ahí que los
efectos del veneno
quedasen más atenuados
que en el otro caso,
donde era más difícil
que se escaparan los
vapores. El resultado
parece indicar que
fue así, ya que en el
primer caso la mujer,
que presumiblemente
tenía un organismo
más sensible, fue la única
que murió, siendo los
otros presa de esa
demencia pasajera o
permanente que es,
sin duda, el primer
efecto de la droga. En el
segundo caso, el
resultado fue completo. De
modo que, los hechos
parecen corroborar la
teoría del veneno
activado por combustión.
Con este hilo de
razonamiento en mente
registré la
habitación de Mortimer Tregen-
nis, buscando restos
de la sustancia venenosa.
El lugar más obvio
era la pantalla o
guardahumos de la
lamparilla. Allí, como
era de esperar, vi
cierto número de cenizas
escamosas, y
alrededor de los bordes una
orla de polvo
amarronado que aún no se había
consumido. Como sin
duda observó, me
guardé en un sobre la
mitad de esas cenizas.
–¿Por qué la mitad,
Holmes?
–Mi querido Watson,
no soy quién para interponerme
en el camino de la
policía ofi cial.
Les dejo la misma
evidencia que encontré yo.
El veneno quedó en el
talco, si fueron lo bastante
sagaces para
encontrarlo. Y ahora, Watson,
encendamos nuestra
lamparilla, aunque
tomaremos la
precaución de abrir antes la
ventana, para evitar
la defunción precoz de
dos meritorios
miembros de la sociedad; usted
se sentará en un
sillón, cerca de la ventana
abierta. Colocaré
esta silla frente a la
suya, de forma que
quedemos a la misma
distancia del veneno,
cara a cara. Dejaremos
la puerta
entreabierta. Ahora estamos ambos
en una posición que
nos permite vigilar al
otro e interrumpir el
experimento si los síntomas
nos parecen
alarmantes. ¿Está todo
claro? Bien.
Entonces, sacaré el polvillo, o lo
que queda de él, del
sobre, y lo dejaré encima
de la lamparilla
encendida. ¡Así! Ahora,
Watson, sentémonos y
esperemos los acontecimientos.
No tardaron en
producirse. Apenas me
había arrellanado en
mi asiento, cuando
llegó hasta mí un
olor intenso, almizcleño,
sutil y nauseabundo.
A la primera bocanada
mi cerebro y mi
imaginación perdieron
por completo el
control. Ante mis ojos se
arremolinó una nube
densa y negra, y mi
mente me dijo que en
aquella nube, aún
imperceptible, pero
dispuesto a saltar sobre
mis sentidos consternados,
se ocultaba,
al acecho, todo
cuanto había en el universo
de vagamente
horrible, monstruoso e
inconcebiblemente
perverso. Había formas
imprecisas
arremolinándose y nadando en
el oscuro banco de
nubes, todas ellas amenazas
y advertencias de
algo que iba a ocurrir.
Se apoderó de mí un
terror glacial. Sentía que
el pelo se me
erizaba, los ojos se me salían de
las órbitas, la boca
se me abría y la lengua se
me ponía como el
cuero. Tenía tal torbellino
en mi mente que sabía
que algo iba a estallar.
Intenté gritar, y
tuve una vaga conciencia
de un gruñido ronco,
que era mi propia voz,
pero que sonaba
distante e independiente de
mí. En aquel momento,
al hacer un débil esfuerzo
por escapar, mi vista
se abrió paso en
aquella nube de
desesperanza, y se posó un
instante en la cara
de Holmes, blanca, rígida,
y contraída de
horror: la misma expresión que
había visto en los
rasgos de los fallecidos. Fue
aquella visión lo que
me proporcionó unos segundos
de cordura y fuerza.
Salí disparado de
mi asiento, rodeé a
Holmes con los brazos y
juntos franqueamos,
dando tumbos, la puerta;
al instante siguiente
nos habíamos dejado
caer sobre el césped
y yacíamos uno junto al
otro, conscientes
solo de los gloriosos rayos
solares que se fi
ltraban bruscamente a través
de la demoníaca nube
de terror que nos había
envuelto. Esta última
se fue levantando de
nuestras almas, igual
que la niebla del paisaje,
hasta que regresaron
la paz y la razón, y
nos sentamos en la
hierba, enjugándonos las
frentes pegajosas, y
escudriñándonos el uno
al otro, para
descubrir, con temor, las últimas
huellas de la
terrible experiencia que acabábamos
de vivir.
–¡Por todos los
cielos, Watson! –dijo Holmes
por fi n, con voz
insegura–; le debo mi
agradecimiento y
también una disculpa. Era
un experimento injustifi
cado incluso para
mí solo, así que
doblemente para un amigo.
Le aseguro que lo
siento de veras.
–Ya sabe –respondí,
algo emocionado,
porque hasta entonces
Holmes nunca me
había dejado entrever
tanto su corazón-, que
es para mí una
alegría y un gran privilegio
ayudarle.
En seguida volvió a
encauzarse en la
vena, mitad
humorística y mitad cínica, que
constituía su actitud
habitual con quienes le
rodeaban, y dijo:
–Sería superfl uo
hacernos enloquecer,
mi querido Watson.
Cualquier observador
cándido declararía,
sin duda
alguna, que ya lo
estábamos antes de embarcarnos
en un experimento tan
irracional.
Confi eso que no
imaginaba que sus
efectos fueran tan
repentinos y graves.
–Entró a toda prisa
en la casa, y apareció de
nuevo sujetando la
lamparilla, que aún quemaba,
con el brazo
extendido, y la tiró a un
zarzal–. Hemos de
esperar un poco a que se
ventile la
habitación. Supongo, Watson, que
no le quedará ni una
sombra de duda sobre
cómo se produjeron
las tragedias.
–Ninguna en absoluto.
–Pero el móvil sigue
siendo tan oscuro
como antes. Creo que
hemos de admitir
que toda la evidencia
apunta hacia Mortimer
Tregennis, el cual
podría haber sido el
criminal en la
primera tragedia y la víctima
en la segunda.
Debemos recordar, en primer
lugar, que existe una
historia de pelea familiar,
con reconciliación
posterior, aunque
ignoramos hasta qué
punto fue cruda la pelea
o superfi cial la
reconciliación. Cuando
pienso en Mortimer
Tregennis, con su cara
de zorro y sus
ojillos astutos y brillantes,
agazapados detrás de
sus gafas, no veo en
él a un hombre
predispuesto a perdonar.
En segundo lugar,
tengamos presente que
esa idea de que había
algo moviéndose en
el jardín, que
distrajo de momento nuestra
atención de la
auténtica causa de la tragedia,
surgió de él. Tenía
un motivo para desorientarnos.
Y por último, si no
fue él quien
echó esa sustancia al
fuego en el momento
de abandonar la
estancia, ¿quién lo hizo? El
suceso ocurrió
inmediatamente después de
su marcha. Si hubiera
entrado alguna otra persona, sin duda la familia se habría levantado de la
mesa. Y además, en el pacífi co Cornualles no llegan visitas pasadas las diez de
la noche. Así que podemos afi rmar que todas nuestras evidencias señalan a
Mortimer Tregennis como culpable.
–¡Entonces su muerte
fue un suicidio!
–Bueno, Watson, a
primera vista no es una suposición absurda. Un hombre que en
cuya alma pesaba el
condenar a su familia a un fi nal como éste, podría, llevado por el
remordimiento, infl
igirse ese fi nal a sí mismo.
Sin embargo, existen
poderosas razones en contra. Por fortuna, hay un hombre en
Inglaterra que lo
sabe todo, y he dispuesto todo para que escuchemos los hechos de
sus labios esta misma
tarde. ¡Ah! Llega con un poco de adelanto. Le ruego que venga
por aquí, doctor
Sterndale. Hemos realizado, dentro un experimento químico, que ha
dejado la habitación
poco adecuada para la recepción de tan distinguido visitante.
El pie del diablo
(Cuarta y última parte)
Oí el rechinar de la
verja del jardín y apareció en el camino la fi gura majestuosa
del gran explorador
de África. Se volvió, algo sorprendido, hacia la rústica glorieta
donde estábamos
sentados.
–Me ha hecho llamar,
señor Holmes. He recibido su nota hace una hora, y aquí
me tiene, aunque en
realidad no sé por qué he de obedecer a su requerimiento.
–Quizá podamos
aclarar ese punto antes de separarnos –dijo Holmes–. Mientras
tanto, le agradezco
sinceramente su cortés aquiescencia. Discúlpenos por esta
recepción informal al
aire libre, pero mi amigo Watson y yo hemos estado a punto
de aportar nuevo material
para un nuevo capítulo de lo que los periódicos llaman el
“Horror de
Cornualles”, y de momento preferimos una atmósfera limpia. Quizá, ya
que los asuntos que
tenemos que discutir le afectan personalmente y de forma muy
íntima, será mejor
que hablemos donde no puedan oírnos.
El explorador se
apartó el cigarro de los labios y miró a mi compañero con severidad.
–No acabo de
comprender, señor –dijo–, de qué puede tener que hablarme que me
afecte personalmente
y de forma muy íntima.
–Del asesinato de
Mortimer Tregennis –dijo Holmes.
Por un momento deseé
estar armado.
La cara fi era de
Sterndale se tornó purpúrea,
sus ojos centellearon
y sus venas, agarrotadas
y apasionadas, se le
abultaron en
la frente, mientras
daba un salto adelante,
hacia mi amigo, con
los puños cerrados.
Entonces, se detuvo y
con un esfuerzo violento,
adoptó una actitud de
calma fría y rígida, que quizá presagiaba más peligro
que su vehemente
arrebato.
–He vivido tanto
tiempo fuera de la ley –dijo–, que me he acostumbrado a hacerme
la ley yo mismo. Le
suplico, Señor Holmes, que no lo olvide, porque no deseo
causarle ningún daño.
–Tampoco yo tengo
deseos de causarle daño a usted, doctor Sterndale. La mejor
prueba de ello está
en que, sabiendo lo que sé, le he hecho llamar a usted y no a
la policía.
Sterndale se sentó
jadeante, intimidado quizá por primera vez en su aventurera
vida. En las maneras
de Holmes, había una serena afi rmación de fuerza, a la que
no podía uno
sustraerse.
–¿Qué quiere decir?
–preguntó por fi n–, dejémonos ya de andarnos por las ramas.
–Voy a decírselo
–respondió Holmes– y la razón por la que se lo digo es que espero
que la franqueza
engendre franqueza. Mi próximo paso dependerá por entero de la
naturaleza de su
defensa.
–¿Mi defensa contra
qué?
–Contra la acusación
de haber asesinado
a Mortimer Tregennis.
Sterndale se secó la
frente con el pañuelo.
–Por vida mía, está
usted progresando 1 –dijo–. ¿Dependen todos sus éxitos de su
prodigiosa capacidad
para farolear?
–Es usted –dijo
Holmes, con tono severo– quien está faroleando, doctor Sterndale,
no yo. Como prueba,
le expondré algunos de los hechos sobre los que se basan
mis conclusiones. De
su regreso desde Plymouth, dejando que gran parte de sus
pertenencias
zarparan, sin usted, rumbo a África, diré tan solo que fue lo primero que
me hizo comprender
que era usted uno de los factores a tener en cuenta en la reconstrucción de
este drama…
–Volví…
–He escuchado sus
razones y me parecen fútiles y poco convincentes. Pero
pasemos eso por alto.
Vino aquí a preguntarme de quién sospechaba. Me negué a
contestar. A
continuación, fue a la vicaría, estuvo un rato esperando fuera, y por
fi n volvió a su
casa. Pasó en su casa una noche inquieta, y fraguó cierto plan, que
puso en práctica a
primera hora de la mañana.
Abandonó su morada al
alba y se llenó el bolsillo de una gravilla rojiza que
había amontonada
junto a su puerta.
Sterndale dio un
respingo violento y miró atónito a Holmes.
–Luego recorrió a
toda prisa la milla que le separaba de la vicaría. Llevaba, si me
permite la observación,
el mismo par de zapatos de tenis con suela acanalada que calza en este momento.
Ya en la vicaría, cruzó la huerta y el seto lateral, saliendo debajo de la
ventana del inquilino Tregennis. Era ya pleno día, pero todos dormían en la
casa.
Se sacó del bolsillo
parte de la gravilla, y la lanzó contra la ventana superior.
Sterndale se puso en
pie de un salto, y exclamó:
–¡Creo que es usted
el mismísimo diablo!
Holmes sonrío al oír
el cumplido, y prosiguió.
–Tuvo que tirar dos
puñados o quizá
tres, antes de que el
inquilino saliera por la ventana. Le hizo señal de bajar. Él se
vistió
apresuradamente y descendió a la sala de estar. Usted entró por la ventana.
Sostuvieron una breve
entrevista, durante la cual usted estuvo caminando de un lado
a otro de la estancia.
Luego salió, cerrando la ventana, y se quedó en el césped de
fuera, fumando un
cigarro y observando lo que ocurría. Por fi n, tras la muerte de Tregennis, se
retiró por donde vino. Y ahora, doctor Sterndale, ¿cómo justifi ca esa
conducta, y cuáles son los motivos por los que actuó como lo hizo? Si miente o
trata de jugar conmigo, le aseguro que este asunto pasará a otras manos defi
nitivamente.
A nuestro visitante
se le había puesto la cara cenicienta mientras escuchaba las palabras de su
acusador. Estuvo un rato sentado meditando, con el rostro oculto entre
las manos. Luego, con
un súbito gesto impulsivo, se sacó una fotografía del bolsillo
superior y la tiró
sobre la mesa rústica que teníamos delante.
–Este es mi motivo
–dijo.
En ella aparecía el
rostro de una mujer muy hermosa. Holmes se inclinó para verla,
y dijo:
–Brenda Tregennis.
–Sí, Brenda Tregennis
–repitió nuestro visitante–. La he amado durante años, y durante años me ha
amado ella a mí. Ese es el secreto de mi recogimiento en Cornualles que tanto
sorprende a la gente: me ha acercado a la única persona en el mundo que quería
de verdad. No podía casarme con ella, porque ya tengo esposa. Aunque me
abandonó hace años, por culpa de las deplorables leyes inglesas, no puedo
divorciarme.
Brenda estuvo años
esperando. Yo estuve años esperando. Y todo para llegar
a este fi nal. –Un
terrible sollozo sacudió su corpulenta masa, y se oprimió la garganta
con la mano por
debajo de su barba moteada.
Luego, haciendo un
esfuerzo, se dominó
y siguió hablando.
–El vicario lo sabía.
Era nuestro confidente. Él le diría que Brenda era un ángel
bajado a la tierra.
Por eso me telegrafi ó y regresé. ¿Qué me importaban ni mi equipaje ni África
al enterarme de que la mujer amada había muerto de aquella manera?
Ahí tiene la clave
que le faltaba para explicar
mi acto, señor
Holmes.
–Prosiga –dijo mi
amigo.
El doctor Sterndale
se sacó del bolsillo un paquetito de papel y lo depositó sobre
la mesa. En el
exterior había escrito: ‘Radix pedis diaboli’, con una etiqueta roja de veneno debajo.
Empujó el paquetito hacia mí.
–Tengo entendido que
es usted médico,
señor. ¿Ha oído
hablar alguna vez de este
preparado?
–¡Raíz del pie del
diablo! No, nunca he
oído hablar de él.
–Eso no va en
menoscabo de su erudición profesional, porque creo que, exceptuando
una muestra en un
laboratorio de Buda, no existe ningún otro espécimen en
Europa. Todavía no ha
tenido acceso ni a la
farmacopea ni a los
libros de toxicología.
Su raíz tiene forma
de pie, mitad humano,
mitad caprino; de ahí
el nombre fantástico
que le dio un
misionero botánico. Los brujos la utilizan como veneno probatorio de
ciertas regiones del
oeste de África, que la guardan en secreto. Obtuve este espécimen en
circunstancias extraordinarias, en el país de los Ubanghi. –Abrió el papel
mientras hablaba, mostrándonos un montoncito de un polvillo parduzco, similar
al rapé.
–¿Y bien, señor?
–preguntó Holmes con tono grave.
Un día, hace un par
de semanas, vino a visitarme y le mostré algunas de mis curiosidades africanas.
Entre otras, le enseñé este polvillo y le hablé de sus extrañas propiedades, de
cómo estimula los centros cerebrales que controlan la emoción del miedo y cómo
la muerte o la locura es la suerte que corre el infortunado que es sometido a un
juicio probatorio por el sacerdote de la tribu. Le conté también lo impotente
que es la ciencia europea para detectarlo. No puedo decirles de qué forma se lo
apropió porque no salí de la estancia; pero no hay duda de que se las ingenió
para sustraer parte de la raíz del pie del diablo. Recuerdo bien que me acosó
con preguntas relativas a la cantidad y tiempo necesarios para que surtiese
efecto, pero ni por un instante imaginé que pudiera tener razones personales para
querer saber todo aquello.
No pensé más en el
asunto hasta recibir en Plymouth el telegrama del vicario. El
rufi án pensaba que
yo estaría mar adentro antes de que se publicase la noticia, y que
permanecería años
perdido en África. Pero volví enseguida. Desde luego, no pude escuchar los
detalles sin quedar convencido de que se había utilizado mi veneno. Vine a verlo
de rondón, por si se le había ocurrido cualquier otra explicación. Pero no
podía haberla. Sabía que Mortimer Tregennis era el asesino; que por dinero, y
quizá con la idea de que si los demás miembros de su familia enloquecían se
convertiría en el único administrador de sus bienes conjuntos, había usado
contra ellos el polvo del pie del diablo, causando la demencia de dos de ellos,
y la muerte de su hermana Brenda, el único ser humano al que he amado y que me
ha correspondido. Ese era su crimen;
¿cuál había de ser su
castigo?
¿Debía recurrir a la
justicia? ¿Dónde estaban mis pruebas? Sabía que los hechos
eran ciertos, ¿pero
lograría hacer creer aquella historia fantástica a un jurado de
campesinos? Quizá sí
y quizá no; y no podía permitirme fracasar. Mi alma clamaba venganza.
Ya le he dicho antes,
Señor Holmes,que he pasado gran parte de mi vida fuera
de la ley, y que he
acabado por hacérmela a mi manera. Y eso fue lo que hice esta vez.
Decidí que debía
compartir el destino que había infl igido a otros. O eso, o le ajusticiaría con
mis propias manos. En toda Inglaterra no hay en estos momentos un solo hombre
que le tenga menos aprecio a su existencia que yo a la mía.
Ahora ya sabe todo.
Usted mismo ha explicado el resto. Como ha dicho, tras una
noche sin descanso,
salí por la mañana temprano de mi casa. Preví la difi cultad de
despertarle, así que
recogí grava del montón que ha mencionado, y la utilicé para
tirarla contra la
ventana. Él bajó y me dio entrada por la ventana de la sala de estar.
Le expuse su crimen y
le dije que venía como juez y como verdugo. El desdichado
se hundió paralizado
en una silla al ver mi revólver. Encendí la lamparilla, puse el polvillo sobre
ella y permanecí junto a la ventana, dispuesto a cumplir mi amenaza de
disparar si trataba
de abandonar la estancia.
Murió a los cinco
minutos. ¡Dios mío!
¡Y cómo murió! Pero
mi corazón fue de piedra, porque no soportó nada que mi amada
Brenda no hubiera
sentido antes que él. Esa es mi historia, Señor Holmes. Quizá si
amase a alguna mujer
habría hecho lo mismo. En cualquier caso, estoy en sus manos.
Puede dar los pasos
que le plazca. Como ya le he dicho, no hay ningún ser viviente que pueda temer
menos a la muerte que yo.
Holmes permaneció un
rato sentado en silencio.
–¿Qué planes tenía?
–preguntó, por fi n.
–Tenía la intención
de sepultarme en el
centro de África. Mi
trabajo allí está a medio acabar.
–Vaya a acabarlo
–dijo Holmes–. Yo, por lo menos, no pienso impedírselo.
El doctor Sterndale
irguió su fi gura gigantesca, hizo una grave reverencia,
y se alejó de la glorieta.
Holmes encendió su pipa y me alargó su tabaquera, diciendo:
–No nos vendrán mal,
para variar, unos vapores que no sean venenosos. Creo que estará de acuerdo, mi
querido Watson, en que no es éste un caso en el que tengamos que interferir.
Nuestra investigación ha sido independiente, y también lo serán nuestras
acciones.
¿Va usted a denunciar
a ese hombre?
–Por supuesto que no
–respondí.
–Nunca he amado,
Watson, pero supongo que si lo hubiese hecho y el objeto
de mi amor hubiera
tenido un fi nal como éste, habría actuado igual que nuestro ilegal
cazador de leones.
¿Quién sabe? Bueno, Watson, no ofenderé a su inteligencia
explicándole lo que
ya es obvio. La gravilla en el alféizar de la ventana fue, desde luego,el punto
de partida de mis pesquisas. No había nada que encajara con ella en el
jardín de la vicaría.
Solo cuando el doctor Sterndale y su casa atrajeron mi atención
di con el complemento
que me faltaba. La lamparilla encendida en pleno día y los
restos del polvillo
en la pantalla fueron eslabones sucesivos de una cadena bastante
clara. Y ahora, mi
querido Watson, creo que podemos borrar este caso de nuestras memorias y
reanudar con la conciencia limpia el estudio de esas raíces caldeas que sin duda
encontraremos en la ramifi cación de Cornualles de la fantástica lengua
céltica.
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