martes, 2 de febrero de 2016

CUESTIONARIO LENGUA DÉCIMO- JUEVES 4 Y VIERNES 5 FEBRERO




Clasifique  las siguientes oraciones en subordinadas adverbiales de tiempo, de modo y de lugar.
Explique cuál es la oración principal y cuál es la subordinada en cada una de ellas.
Los habitantes de Quito han reaccionado como se esperaba.

Los vehículos de transporte colectivo sí podrán circular mientras dura la hora pico.

Este modelo se aplica en ciudades donde hay graves problemas de tránsito.

El apoyo de la ciudadanía aumentará cuando se vean los primeros resultados.

Incluso la contaminación del aire ha disminuido en donde se ha aplicado el “pico y placa”.

La eficiencia de la medida mejorará según se implementen medidas complementarias.

ESCRIBA EL GERUNDIO DE CADA INFINITIVO

amar………………………………comer……………………….vivir ………………
lavar……………………………….toser……………………….. dirigir………………………..agotar……………………………..caer …………………… yendo……………………….trabajar……………………………traer………………………oír ……………………
Escoja la opción correcta y escribe la oración completa .

La (……………………………………) es mi materia favorita. (química / Química)
 En la pintura, el (……………………..) tiene como fin la imitación fiel de la naturaleza.
(realismo / Realismo)
 Ayer fui al (………………………..) a pagar el impuesto predial. (municipio / Municipio)
 Mi prima se graduó de teniente de (………………………………….) . (policía / Policía)
 Se abrieron las inscripciones para la facultad de (…………………………….) .
(arquitectura / Arquitectura)
 El barco perdido iba con rumbo al (……………………………) . (sudeste / Sudeste)

Escriba  los elementos indispensables de la novela policial:
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
Escriba la estructura de la novela policial.
………………………………………………………………………………………………
Principio in media res es: ……………………………………………………………………………………………….. Estructura inversa es
………………………………………………………………………………………………..
Final abierto es:
………………………………………………………………………………………………..
¿Qué tipos de narradores  existen en los siguientes textos, explique?
“Como podrán imaginarse, mi estrecha relación
con Sherlock Holmes había despertado en mí un
profundo interés por el delito; aun después de su
desaparición, nunca dejé de leer con atención los
diversos misterios que salían a la luz pública”.
…………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
Perry Mason se levantó del sillón giratorio
para estrechar la mano de su visitante. Della
Street permaneció, por un momento, en
el umbral de la puerta, observando a los dos
hombres.
……………………………………………………………………………………………………………
Escoja las respuestas correctas
a.-El doctor Watson es…
un periodista.
un testigo del asesinato.
el asistente de Sherlock Holmes.

b. Sherlock Holmes y Watson fueron a Cornualles…
por motivos de trabajo.
por motivos de salud.
a visitar unos amigos.

c. Cuando el vicario y Mortimer Tregennis llegaron donde Sherlock Holmes,este se mostró…
entusiasmado.
indiferente.
disgustado.

d. La escena del crimen fue descubierta por…
el doctor Richards.
Mortimer Tregennis.
la señora Porter.
Responda las siguientes preguntas del Pie del Diablo II
¿En qué se fundamenta Holmes para afirmar que el primer crimen ocurrió muy poco después de que el señor Mortimer Tregennis abandonase la estancia?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
¿Por qué considera Holmes que Mortimer Tregennis está por encima de toda sospecha?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
Responda las siguientes preguntas del Pie del Diablo III
¿En qué consistió el experimento de Sherlock?
……………………………………………………………………………………………….

 ¿Con qué fin lo realizó?
……………………………………………………………………………………………….
 ¿Qué logró comprobar con ello?
……………………………………………………………………………………………….

 ¿Qué impresión te causó la descripción del experimento?
………………………………………………………………………………………………
 ¿Qué recursos utilizó el autor para crear esa sensación?
………………………………………………………………………………………………
 ¿Cómo te hubieras sentido tú si hubieras estado allí presente?
………………………………………………………………………………………………
Responda las siguientes preguntas del Pie del Diablo IV.

¿Cuál fue la causa de las muertes y de la locura de los miembros de la familia Tregennis?
……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………..
 ¿Cuál fue el motivo de los crímenes?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
¿Cuáles fueron las pistas en que se basó Sherlock Holmes para resolver el misterio?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
 ¿Te sorprendió el final? ¿Por qué?
……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………..
 ¿Es creíble este final? ¿Por qué?
……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………..
 ¿Coincide el final con las predicciones que hiciste?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
 ¿Qué sentimientos, pensamiento o emociones te produjo el final del relato?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
¿Qué elementos del texto contribuyeron a producirte esa sensación?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………



EN EL SIGUIENTE TEXTO SUBRAYE LAS IDEAS PRINCIPALES CON ROJO Y LAS SECUNDARIAS CON AZUL.

Contar con elementos para emitir un juicio crítico
Para elaborar una opinión sobre un texto narrativo policial, es importante tomar como base aquellos elementos que muestran los aspectos esenciales de la historia y del género literario. Para que nada se pase por alto, mientras realizamos la lectura del relato debemos anotar todo aquello que nos parece relevante.
Es probable que no todo lo que hemos anotado sea de utilidad en la elaboración de una opinión, por lo que de esos fragmentos haremos una segunda selección. En esta selección final es importante considerar el desenlace de la novela. Recordemos que es aquí donde el detective cuenta cómo ha resuelto el enigma y dónde se develan las motivaciones del criminal. En función de esa resolución, los demás fragmentos escogidos tendrán que remitirnos a cómo el detective fue concibiendo esa solución y las causas del crimen. Lo demás es quizá  accesorio y prescindible en una selección de fragmentos.
A partir de esta selección, comprobaremos si es que el enigma fue resuelto a partir de las fórmulas de la novela policial o no y, de esa manera, mediremos el ingenio del autor. Este es uno de los criterios más importantes en el momento de emitir un juicio sobre un texto policial. Mientras más conozcamos las particularidades de este género, más podremos juzgar el ingenio y la imaginación del escritor. Así mismo, mientras más textos de este género hayamos leído, más herramientas o argumentos tendremos para la elaboración de comparaciones con otros textos similares.


              .   Escriba la conjunción ( O ) que corresponda.
No recuerdo si la reunión es a las 8  (     ) 8 y treinta.
Necesito 5 (       ) 6 huevos para este pastel?
Entre el público estaban los integrantes de unos 10 (        ) más grupos juveniles.
Deseas tomar t (       ) café?
Los estudiantes que asisten al club de ajedrez son unos 20 (         ) 25 en total.
No puedo decidir si asistir a la conferencia (           ) al taller.



              .   Reconozca y subraye las proposiciones e indique si son subordinadas adjetivas o sustantivas
Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
Pregúntale cuál es su nacionalidad.
Este es el país al cual me encantaría ir en verano.
No contaba con que hubiese prórroga en el partido

              .   De las siguientes oraciones, señala cuáles son simples y cuáles son compuestas:

a)  Mis conferencias se están desarrollando con un éxito muy grande para mí.

b)  He estado en  pueblos de la isla, Santa Cruz e Isabela, donde asistí a una cacería de chivos

c)   Mañana salgo  a visitar a mis padres 

d)   Mis acompañantes elogiaron lo que ellos llamaban mi sangre fría

e)   La selva del Ecuador es un sitio con muchas clases de animales.

              .   Indica cuáles de las siguientes oraciones compuestas están formadas por coordinación y cuáles por subordinación:

a)  Si yo me pierdo, me encontraréis en Andalucía o en Cuba

b)  Cuando me iba a retirar, la madre de estos niños me ofreció una taza de café

c)  El otro día entré en un gran patio y me puse a conversar con unos niños.

d)  La conversación con la gente me resulta agradable. Pero yo, a veces, prefiero la soledad.

e)  Creo que continuaré unos días más en esta maravillosa isla.

              .   Clasifique las siguientes oraciones coordinadas en copulativas, disyuntivas. adversativas; subraye el nexo.

a)      He visitado La Habana , pero no conozco aún otras ciudades de la isla.

b)      Dejamos Nueva York el jueves y llegamos a La Habana el viernes por la tarde.

c)       No he podido localizar a Chacón , ni hablar con él por teléfono

d)      Escribidme a esta dirección o enviadme un telegrama a casa de los tíos.

e)      No intervine en la cacería, sino que estuve de espectador.

              .   Clasifique las siguientes oraciones en subordinadas adverbiales de tiempo, de modo y de lugar.

Los habitantes de Quito han reaccionado como se esperaba.
Los vehículos de transporte colectivo sí podrán circular mientras dura la hora pico.
Este modelo se aplica en ciudades donde hay graves problemas de tránsito.
El apoyo de la ciudadana aumentar cuando se vean los primeros resultados.
Incluso la contaminación del aire ha disminuido en donde se ha aplicado el “pico y placa”.
La eficiencia de la medida mejorar según se implementen medidas complementarias.

              .   Subraye la opción correcta en el uso de la mayúscula diacrítica.

Se abrieron las inscripciones para la facultad de  (arquitectura / Arquitectura)
El barco perdido iba con rumbo al  (sudeste / Sudeste)
El cuy pertenece al orden de los . (roedores / Roedores)
Por la emoción, la directora dejó caer al piso su  (oscar / Oscar

              .   Reescriban las siguientes oraciones haciendo uso de la regla de la elipsis.

Pedro nació en Salcedo; Jessica, en Lago Agrio.
.............................................................................................................................
A Riobamba le llaman “La Sultana de los Andes”; a Guayaquil, “La Perla del Pacífico”.
.............................................................................................................................
Unos hablan de política; otros, de negocios, y algunos, de deportes.
............................................................................................................................
Dos más dos, cuatro.
............................................................................................................................

              .   Cambie el sujeto y conjugue el verbo en la 1era persona
Nunca digas mentiras a tus amigos....................................................................................................................
Siempre cabemos en esta casa...........................................................................................................................
El director no viene a la conferencia del da de hoy........................................................................................
El chofer pone gasolina al salir de la ciudad...................................................................................................

              .   Uso de la J en verbos terminados en ger y gir , escriba la letra correcta.

Los niños reco...en sus juguetes antes de acostarse.(recoger)
Por favor, dile a Pedro que reco....a la ropa antes de irse.
Ayer esco....imos el uniforme del equipo.(escoger)
Para hacer este plato yo esco....o siempre los tomates más frescos.
Quisiera que mañana diri...as el ensayo de la obra de teatro.(dirigir)
Los estudiantes se diri...ieron al público con gran cortesa y cordialidad.
Corre....iste ya tu borrador?( corregir)
Cuando corri...o presto atencin a la ortografia y la sintaxis.


              
LECTURAS PIE DEL DIABLO II
El pie del diablo
(Segunda parte)
Nuestras primeras gestiones no sirvieron apenas para avanzar en la investigación.
Pero de todos modos la mañana estuvo marcada, en inicio, por un incidente
que produjo en mi ánimo la más siniestra impresión.Se acerca uno al lugar de la tragedia por
un sendero campestre estrecho y serpenteante.
Caminábamos por él cuando oímos el traqueteo de un coche que venía hacia nosotros, y nos hicimos a un lado para darle paso. Al cruzarse con nosotros pude
entrever, por la ventanilla cerrada, un rostro horriblemente contorsionado y
sonriente que se nos quedaba mirando. Aquellos ojos desorbitados y brillantes, y aquellos dientes que rechinaban pasaron junto a nosotros como
una visión espantosa.
–¡Mis hermanos! –exclamó Mortimer Tregennis, lívido hasta los labios–. Se los llevan a Helston.
La casa donde nos dirigíamos era una morada espaciosa y llena de luz, más mansión que simple casa de campo, con un jardín de considerable extensión.
A este jardín se abría la ventana del salón, y, según Mortimer Tregennis, era por allí por donde tenía que haberse acercado el ser maléfi co que en un
instante, mediante el horror puro, había hecho estallar sus mentes. Holmes caminó despacio y pensativo por entre los tiestos de fl ores y por el sendero
que conducía al porche. Tan absorto estaba en sus pensamientos, que recuerdo
que tropezó contra la regadera, derramó su contenido e inundó nuestros pies y también el sendero del jardín. Ya en la casa, salió a recibirnos la anciana ama de llaves, la señora Porter. Respondió de buen grado a todas las preguntas de Holmes. No había oído nada durante la noche. Últimamente, sus amos se mantenían de un humor estupendo, y nunca los había visto tan alegres y prósperos. Ella se desmayó de espanto al entrar por la mañana en la estancia y ver aquella reunión horrenda alrededor de la mesa. Tras recuperarse abrió la ventana de par en par para que pasara el aire, y corrió hasta el camino principal, desde donde envió
a un joven granjero en busca del médico.
La señorita estaba arriba en su cama, si deseábamos verla.
Subimos la escalera y examinamos el cadáver.
Brenda Tregennis fue una muchacha
muy bonita, aunque ahora ya entraba en la
madurez. Su rostro de tez oscura y rasgos
bien dibujados era hermoso, incluso muerta,
aunque aún se adivinaba en él algo de
aquella convulsión de horror que fue su última
emoción humana. Desde su dormitorio
bajamos al salón donde ocurrió la extraña
tragedia. En la chimenea se apiñaban las
cenizas carbonizadas del fuego de la noche.
Seguían sobre la mesa las cartas desparramadas
en su superfi cie. Las butacas fueron
colocadas contra la pared, pero todo lo demás
había quedado como la víspera. Holmes
recorrió la estancia con paso ligero y rápido;
se sentó en las diversas sillas, acercándolas
a la mesa y reconstruyendo sus posiciones.
Comprobó cuanta extensión de jardín se veía
desde allí; examinó el suelo, el techo y la
chimenea, pero ni una sola vez percibí aquel
súbito brillo en sus ojos, ni la contracción
de los labios que me indicaban que veía un
resquicio de luz en la oscuridad.
–¿Por qué fuego? –preguntó una vez–.
¿Lo tenían siempre encendido en las noches
primaverales, en una habitación tan
pequeña?
Mortimer Tregennis le explicó que la noche
era fría y húmeda. Por esa razón encendieron
el fuego después de su llegada.
– Con su permiso, caballeros, volveremos
a nuestra casa, porque no me parece que
aquí aparecerá nada nuevo, que sea digno
de atención. Daré vueltas en mi cabeza a
todos estos hechos, señor Tregennis, y si se
me ocurre algo, desde luego me pondré en
contacto con usted y el vicario. Hasta tanto,
les deseo muy buenos días.
Hasta luego de pasado un buen rato de
nuestro regreso a Poldhu Cottage, Holmes
no rompió su mutismo completo y ensimismado.
Permaneció, todo el rato, hecho un
ovillo en su sillón, con su rostro macilento y
ascético, apenas visible en el torbellino azul
del humo de su tabaco. Las oscuras cejas
fruncidas, la frente arrugada y la mirada vacía
y perdida. Por fi n, dejó a un lado su pipa
y se puso en pie de un salto.
–Es inútil, Watson –dijo, con una risotada–.
Vamos a caminar juntos por los acantilados
en busca de fl echas de pedernal.
Es más fácil encontrar eso que una pista
en este asunto. Hacer trabajar al cerebro
sin sufi ciente material es como acelerar un
motor. Acaba estallando en pedazos. Brisa
del mar, sol, y paciencia, Watson; todo se
arreglará.
–Ahora defi namos con calma nuestra
posición –prosiguió mientras bordeábamos
juntos los acantilados–. Agarrémonos con
fi rmeza a lo poquísimo que sabemos, para
que cuando aparezcan hechos nuevos, seamos
capaces de colocarlos en sus lugares
correspondientes. En primer lugar, daré por
sentado que ninguno de los dos está dispuesto
a admitir intrusiones diabólicas en
los asuntos humanos. Nos quedan, pues,
tres personas que han sido gravemente lastimadas
por un agente humano, consciente
o inconsciente. Ese es terreno fi rme. Bien,
¿y cuándo ocurrió eso? Evidentemente, y suponiendo
que su relato sea cierto, muy poco
después de que el señor Mortimer Tregennis
abandonase la estancia. Ese es un punto
muy importante. Hay que presumir que fue
solo unos minutos después. Las cartas aún
estaban sobre la mesa. Era ya más tarde de
la hora en que solían acostarse, y sin embargo,
no habían cambiado de posición ni
apartaron las sillas para levantarse. Repito,
pues, que lo que fuera, ocurrió inmediatamente
después de su marcha, y no después
de las once de la noche.
“El siguiente paso obligado es comprobar,
dentro de lo posible, los movimientos
de Mortimer Tregennis después de abandonar
la estancia. No es nada difícil y parece
estar por encima de toda sospecha. Conociendo
como conoce mis métodos, habrá
advertido, sin duda, la burda estratagema
de la regadora, mediante la cual he obtenido
una impresión de las huellas de sus
pies, más clara que la que habría podido
conseguir de otro modo. En el sendero húmedo
y arenoso se han dibujado admirablemente.
La noche pasada también había
humedad, como recordará, y no era difícil,
tras obtener un botón de muestra, distinguir
sus pisadas entre otras y seguir sus
movimientos. Parece que se alejó rápidamente
en dirección de la vicaría.”
Si Mortimer Tregennis desapareció de
la escena, y alguna persona afectó desde el
exterior a los jugadores de cartas, ¿cómo podemos
reconstruir a esa persona, y cómo es
que infundió en ellos tal sentimiento de horror?
Podemos eliminar a la señora Porter. Se
ve que es inofensiva. ¿Hay alguna evidencia
de que alguien se encaramó a la ventana del
jardín, y, de un modo u otro, produjo a quienes
la vieron un efecto tan terrorífi co que les
hizo perder la razón? La única sugerencia
es que esa dirección fue expresada por el
mismo Mortimer Tregennis, que afi rma que
su hermano habló de cierto movimiento en
el jardín. Eso es realmente extraño, ya que
la noche estaba lluviosa, encapotada y oscura.
Cualquiera que tuviera el propósito de
asustar a esas personas, estaría obligado a
aplastar su cara contra el cristal antes de ser
visto. Hay un parterre de fl ores de un metro
fuera de la ventana, y sin embargo, no hay
en él ni la sombra de una huella. De modo
que, es difícil imaginar cómo alguien ajeno
a la familia, pudo producir en los tres hermanos
una impresión tan terrible; y por otra
parte, no hemos hallado ningún móvil para
una agresión tan rara y complicada. ¿Se da
cuenta de nuestras difi cultades, Watson?
–Demasiado bien –respondí, con convicción.
–Y sin embargo, con un poco más de
material, quizá demostremos que no son insuperables
–dijo Holmes–. Me imagino que
entre nuestros abundantes archivos, Watson,
encontraríamos algunos casos casi tan
oscuros como éste. Mientras tanto, dejaremos
el asunto a un lado hasta que consigamos
datos más concretos, y consagraremos
el resto de la mañana a la persecución del
hombre neolítico.
Quizá ya he hablado del poder de abstracción
mental de mi amigo, pero nunca
me maravilló tanto como aquella mañana
primaveral en Cornualles, cuando pasó dos
horas, platicando sobre celtas, puntas de
fl echas y restos diversos, con tanta despreocupación
como si no hubiera un misterio
siniestro esperando a ser resuelto. Fue, al
regresar a la casa por la tarde y encontrar a
un visitante aguardándonos, cuando nuestras
mentes volvieron a concentrarse en el
asunto pendiente. Ninguno de los dos necesitamos
que nadie nos dijera quién era

nuestro visitante. Aquel cuerpo imponente,
aquel rostro agrietado y lleno de cicatrices,
de ojos llameantes y nariz de halcón, aquel
cabello encrespado que casi rozaba el techo
de nuestra casa, aquella barba dorada en las
puntas y blanca junto a los labios, salvo por
la mancha de nicotina de su cigarrillo perpetuo,
aquellos rasgos, en suma, eran tan
conocidos en Londres como en África, y solo
podían asociarse con la tremenda personalidad
del doctor León Sterndale, el gran explorador
y cazador de leones.
Habíamos oído hablar de su presencia
en la región, y en una o dos ocasiones
habíamos percibido su alta silueta en los
caminos de los páramos. Sin embargo, ni
él hizo nada por trabar conocimiento con
nosotros, ni a nosotros se nos había ocurrido
trabarlo con él, ya que era del dominio
público que su amor por el recogimiento
era lo que le impulsaba a pasar la mayor
parte de sus intervalos entre una expedición
y otra, en un pequeño bungaló sepultado
en el solitario bosque de Beauchamp
Arriance. Allí, con sus libros y sus mapas,
llevaba una existencia totalmente solitaria,
atendiendo él mismo a sus sencillas necesidades,
y prestando, en apariencia, poca
atención a los asuntos de sus vecinos. Así
que fue una sorpresa para mí, oírle preguntar
a Holmes, con voz anhelante, si había
algo en su reconstrucción del misterioso
episodio.
–La policía del condado está totalmente
perdida –dijo–; pero quizá su vasta experiencia
le haya sugerido alguna explicación
verosímil. Mi único derecho a reclamar su
confi anza es que durante mis muchas residencias
aquí, he llegado a conocer muy bien
a la familia Tregennis (en realidad, podría

llamarles primos por línea materna) y su extraño
fi nal me ha causado, como es natural,
un gran impacto.
Estaba ya en Plymouth, camino de África,
pero me he enterado de la noticia esta
mañana y he venido sin pérdida de tiempo
para ayudar en la investigación.
Holmes arqueó las cejas.
–¿Y ha perdido el barco por eso?
–Tomaré el próximo.
–¡Caramba, esto sí que es amistad!
–Ya le digo que éramos parientes.
–Sí, sí; primos por parte de madre. ¿Estaba
ya su equipaje a bordo?
–Algo de él había, pero la mayor parte
estaba en el hotel.
–Comprendo. Pero no creo que el suceso
haya sido publicado todavía en los periódicos
matutinos de Plymouth.
–No, señor; he recibido un telegrama.
–¿Puedo preguntar de quién?
Una sombra cruzó el demacrado rostro
del explorador.
–Es usted muy inquisitivo, Señor Holmes.
–Es mi trabajo.
Con un esfuerzo, el doctor Sterndale recuperó
su furibunda compostura.
–No veo objeción para decírselo. Ha sido
el señor Roundhay, el vicario, quién me ha
enviado el telegrama que me ha hecho venir.
–Gracias –dijo Holmes–. En respuesta
a su pregunta original puedo decirle que
aún no tengo la mente clara en relación con
el caso, pero abrigo esperanzas de llegar
a alguna conclusión. Sería prematuro decir
algo más.
–Quizá no le importaría decirme si sus
sospechas apuntan en alguna dirección determinada…
–No puedo responder a eso.
–Entonces he perdido el tiempo, y no necesito
prolongar mi visita. –El famoso doctor
salió de nuestra casa de un patente mal humor,
y a los cinco minutos Holmes le siguió.
No volví a verlo hasta después del anochecer,
cuando volvió con un paso lento y
una expresión huraña que me hicieron comprender
que no había progresado mucho
en su investigación. Le echó una mirada al
telegrama que le aguardaba, y lo tiró a la
chimenea.
–Del hotel de Plymouth, Watson –dijo–.
Me ha dado el nombre el vicario, y he telegrafi
ado para asegurarme de que la historia
del doctor León Sterndale era cierta. Parece
ser que en efecto ha pasado la noche allí, y
que ha dejado parte de su equipaje camino
a África, y ha vuelto para estar presente en
la investigación. ¿Qué opina, Watson?
–Que está vivamente interesado.
–Vivamente interesado, sí. Hay en ésto
un hilo que aún no hemos sabido encontrar
y que nos guiaría por esta maraña. Anímese,
Watson, porque estoy convencido de que
aún no ha caído en nuestras manos todo
el material necesario. Cuando eso suceda,
pronto quedarán atrás nuestras difi cultades.
Poco sabía yo, entonces lo pronto que
se harían realidad las palabras de Holmes,
y lo extraño y siniestro que sería el acontecimiento
inminente que abriría ante nosotros
una nueva línea de investigación. A
la mañana siguiente, me estaba afeitando
junto a la ventana, cuando el ruido de unos
cascos y, al levantar la vista, vi una carreta
que se acercaba a todo galope por la senda.
Se detuvo delante de nuestra puerta, y
nuestro amigo, el vicario, se apeó de ella
apresuradamente y se acercó corriendo por
el sendero de nuestro jardín. Holmes ya
estaba vestido, y ambos salimos prestos a
recibirle.
Nuestro visitante estaba tan excitado
que apenas podía articular palabra, pero
por fi n, entre jadeos y estallidos, salió la
trágica historia de sus labios.
–¡Estamos poseídos por el diablo, señor
Holmes! ¡Mi pobre parroquia está poseída
por el diablo! –gritó–. ¡El mismísimo Satanás
anda suelto por ella! ¡Nos tiene en
sus manos! –En su agitación iba bailando
de un lado para otro, salvándose solo del
ridículo por su rostro ceniciento y sus ojos
desorbitados. Por fi n nos disparó la terrible
noticia.
–El señor Mortimer Tregennis ha muerto
durante la noche con idénticos síntomas
que el resto de su familia.
Holmes se puso en pie de un salto, todo
energía en un instante.
–Watson, tendremos que posponer el
desayuno. Señor Roundhay, estamos a su
entera disposición. Deprisa, deprisa, antes
de que revuelvan las cosas.
El huésped ocupaba en la vicaría dos
habitaciones, situadas una encima de la
otra, que formaban una de las esquinas. La
de abajo era una amplia sala de estar y la
de arriba el dormitorio. Daban a un terreno
de croquet que se prolongaba hasta las
mismas ventanas. Nosotros llegamos antes
que el médico y la policía, así que todo estaba
intacto.
La atmósfera en la estancia era de asfi
xia horrible y deprimente. La criada que
entró, primero abrió la ventana, de lo contrario
aún habría sido más intolerable.
Aquel ahogo podía deberse, en parte, a que
en la mesa central había una lamparilla
ardiendo y humeando. Junto a ella estaba
sentado el muerto, apoyado en su silla, con
la escueta barba proyectada hacia fuera,
los lentes subidos a la frente y el rostro,
enjuto y moreno, vuelto hacia la ventana y
convulsionado por el mismo rictus de terror
que había marcado los rasgos de su difunta
hermana. Tenía los miembros contorsionados
y los dedos retorcidos como si hubiera
muerto en un auténtico paroxismo de
miedo. Estaba totalmente vestido, aunque
algunos indicios mostraban que lo había
hecho con prisa. Sabíamos ya que había
dormido en su cama y que le había sobrevenido
su trágica muerte a primera hora de
la mañana.
Podía adivinarse la energía al rojo vivo
que se ocultaba debajo del exterior fl emático
de Holmes, con solo observar el cambio
brusco que se operaba en él al entrar en el
fatal apartamento. En un instante, se puso
tenso y alerta, con los ojos brillantes, el
rostro rígido y los miembros temblando de
actividad febril. Salió al césped, entró por
la ventana, recorrió la sala de estar y subió
al dormitorio, como el osado sabueso registra
la madriguera. Dio un rápido vistazo por
el dormitorio y acabó de abrir la ventana, lo
que pareció proporcionarle un nuevo motivo
de excitación, ya que se asomó a ella
con sonoras exclamaciones de interés y júbilo.
A continuación, bajó la escalera apresuradamente,
salió por la ventana abierta,
se tiró boca abajo en el césped, se puso
en pie de un salto y volvió a entrar en la
bulario
estancia, todo ello con la energía de un
cazador que le pisa los talones a la pieza.
Examinó la lamparilla, que era de las
corrientes, con minucioso cuidado y tomando
ciertas medidas en su depósito.
Hizo, con su lupa, un puntilloso escrutinio
de la pantalla de talco que recubría
la parte superior de la misma, y rascó
algunas cenizas que había adheridas a
su superfi cie, poniendo algunas de ellas
en un sobre, que acto seguido se guardó
en su cuaderno de bolsillo. Por fi n, en el
momento en que hacían su aparición el
médico y la policía ofi cial, llamó aparte
al vicario y salimos los tres al césped.
–Me complace decirles que mi investigación no ha sido del todo estéril –comentó–.
No puedo quedarme para discutir el asunto con la policía, pero le agradeceré mucho,
señor Roundhay, que le presente mis saludos al inspector y dirija su atención hacia la
ventana del dormitorio y la lamparilla de la sala de estar. Son sugerentes, por separado, y
juntas casi concluyentes. Si la policía necesita más información, me sentiré muy honrado
de recibirles en mi casa. Y ahora, Watson, creo que aprovecharemos mejor el tiempo en otro lugar.
comentó–

El pie del diablo
(Tercera parte)
Durante los dos días siguientes, Holmes
pasó una parte de su tiempo en casa, fumando
y ensimismado, pero una parte mucho
mayor la consagró a dar largos paseos
por el campo, siempre solo, regresando después
de muchas horas sin comentar dónde
había estado. Un experimento me sirvió para
comprender su línea de investigación.
Se había comprado una lamparilla idéntica
a la que ardía en el dormitorio de Mortimer
Tregennis la mañana de la tragedia. La llenó
con el mismo aceite que se utilizaba en la
vicaría, y cronometró con exactitud el tiempo
que tardaba en consumirse. También realizó
otro experimento de cariz más desagradable,
que no creo que consiga olvidar nunca.
–Observará, Watson –comentó una tarde–
que solo hay un punto común de similitud
entre los distintos informes que nos
han llegado. Se trata del efecto producido
por la atmósfera de ambas estancias en las
personas que primero entraron en ellas. Recordará
que Mortimer Tregennis, al describir
el episodio de su última visita a casa de sus
hermanos, nos contó que el doctor se desplomó
sobre una silla al entrar al salón. ¿Lo
había olvidado? Bueno, pues yo le aseguro
que ocurrió así. Recordará también que la
señora Porter, el ama de llaves, nos dijo que
había desfallecido al entrar en la estancia y
que luego había abierto la ventana. En nuestro
segundo caso (el de Mortimer Tregennis),
no habrá olvidado la terrible sensación de
asfi xia que producía el aposento cuando
llegamos nosotros, a pesar de que la criada
abrió la ventana. Esa misma criada, según
averigüé luego, se sintió tan mal que había
tenido que acostarse. Admitirá, Watson, que
todos estos hechos son muy sugerentes. En
ambos casos tenemos evidencias de una atmósfera
envenenada. En ambos casos también,
tenemos una combustión en la sala:
un fuego en el primero, y una lamparilla en
el segundo. El fuego fue necesario, pero la
lamparilla fue encendida (como demostrará
una comparación con el aceite consumido)
mucho después del amanecer. ¿Por qué?
Sin duda porque existe una relación entre
las tres cosas; la combustión, la atmósfera
asfi xiante y la muerte o locura de esos desdichados.
Eso está claro, ¿no?
–Así parece.
–Por lo menos podemos aceptarlo como
una hipótesis probable. Supongamos, pues,
que en ambos casos quemaron algo que produjo
una atmósfera de extraños efectos tóxicos.
Muy bien. En el salón de los hermanos
Tregennis esa sustancia fue colocada en la
chimenea. La ventana estaba cerrada, pero
como es natural, parte del humo se perdió
por el cañón de la chimenea. De ahí que los
efectos del veneno quedasen más atenuados
que en el otro caso, donde era más difícil
que se escaparan los vapores. El resultado
parece indicar que fue así, ya que en el
primer caso la mujer, que presumiblemente
tenía un organismo más sensible, fue la única
que murió, siendo los otros presa de esa
demencia pasajera o permanente que es,
sin duda, el primer efecto de la droga. En el
segundo caso, el resultado fue completo. De
modo que, los hechos parecen corroborar la
teoría del veneno activado por combustión.
Con este hilo de razonamiento en mente
registré la habitación de Mortimer Tregen-
nis, buscando restos de la sustancia venenosa.
El lugar más obvio era la pantalla o
guardahumos de la lamparilla. Allí, como
era de esperar, vi cierto número de cenizas
escamosas, y alrededor de los bordes una
orla de polvo amarronado que aún no se había
consumido. Como sin duda observó, me
guardé en un sobre la mitad de esas cenizas.
–¿Por qué la mitad, Holmes?
–Mi querido Watson, no soy quién para interponerme
en el camino de la policía ofi cial.
Les dejo la misma evidencia que encontré yo.
El veneno quedó en el talco, si fueron lo bastante
sagaces para encontrarlo. Y ahora, Watson,
encendamos nuestra lamparilla, aunque
tomaremos la precaución de abrir antes la
ventana, para evitar la defunción precoz de
dos meritorios miembros de la sociedad; usted
se sentará en un sillón, cerca de la ventana
abierta. Colocaré esta silla frente a la
suya, de forma que quedemos a la misma
distancia del veneno, cara a cara. Dejaremos
la puerta entreabierta. Ahora estamos ambos
en una posición que nos permite vigilar al
otro e interrumpir el experimento si los síntomas
nos parecen alarmantes. ¿Está todo
claro? Bien. Entonces, sacaré el polvillo, o lo
que queda de él, del sobre, y lo dejaré encima
de la lamparilla encendida. ¡Así! Ahora,
Watson, sentémonos y esperemos los acontecimientos.
No tardaron en producirse. Apenas me
había arrellanado en mi asiento, cuando
llegó hasta mí un olor intenso, almizcleño,
sutil y nauseabundo. A la primera bocanada
mi cerebro y mi imaginación perdieron
por completo el control. Ante mis ojos se
arremolinó una nube densa y negra, y mi
mente me dijo que en aquella nube, aún
imperceptible, pero dispuesto a saltar sobre
mis sentidos consternados, se ocultaba,
al acecho, todo cuanto había en el universo
de vagamente horrible, monstruoso e
inconcebiblemente perverso. Había formas
imprecisas arremolinándose y nadando en
el oscuro banco de nubes, todas ellas amenazas
y advertencias de algo que iba a ocurrir.
Se apoderó de mí un terror glacial. Sentía que
el pelo se me erizaba, los ojos se me salían de
las órbitas, la boca se me abría y la lengua se
me ponía como el cuero. Tenía tal torbellino
en mi mente que sabía que algo iba a estallar.
Intenté gritar, y tuve una vaga conciencia
de un gruñido ronco, que era mi propia voz,
pero que sonaba distante e independiente de
mí. En aquel momento, al hacer un débil esfuerzo
por escapar, mi vista se abrió paso en
aquella nube de desesperanza, y se posó un
instante en la cara de Holmes, blanca, rígida,
y contraída de horror: la misma expresión que
había visto en los rasgos de los fallecidos. Fue
aquella visión lo que me proporcionó unos segundos
de cordura y fuerza. Salí disparado de
mi asiento, rodeé a Holmes con los brazos y
juntos franqueamos, dando tumbos, la puerta;
al instante siguiente nos habíamos dejado
caer sobre el césped y yacíamos uno junto al
otro, conscientes solo de los gloriosos rayos
solares que se fi ltraban bruscamente a través
de la demoníaca nube de terror que nos había
envuelto. Esta última se fue levantando de
nuestras almas, igual que la niebla del paisaje,
hasta que regresaron la paz y la razón, y
nos sentamos en la hierba, enjugándonos las
frentes pegajosas, y escudriñándonos el uno
al otro, para descubrir, con temor, las últimas
huellas de la terrible experiencia que acabábamos
de vivir.
–¡Por todos los cielos, Watson! –dijo Holmes
por fi n, con voz insegura–; le debo mi
agradecimiento y también una disculpa. Era
un experimento injustifi cado incluso para
mí solo, así que doblemente para un amigo.
Le aseguro que lo siento de veras.
–Ya sabe –respondí, algo emocionado,
porque hasta entonces Holmes nunca me
había dejado entrever tanto su corazón-, que
es para mí una alegría y un gran privilegio
ayudarle.
En seguida volvió a encauzarse en la
vena, mitad humorística y mitad cínica, que
constituía su actitud habitual con quienes le
rodeaban, y dijo:
–Sería superfl uo hacernos enloquecer,
mi querido Watson. Cualquier observador
cándido declararía, sin duda
alguna, que ya lo estábamos antes de embarcarnos
en un experimento tan irracional.
Confi eso que no imaginaba que sus
efectos fueran tan repentinos y graves.
–Entró a toda prisa en la casa, y apareció de
nuevo sujetando la lamparilla, que aún quemaba,
con el brazo extendido, y la tiró a un
zarzal–. Hemos de esperar un poco a que se
ventile la habitación. Supongo, Watson, que
no le quedará ni una sombra de duda sobre
cómo se produjeron las tragedias.
–Ninguna en absoluto.
–Pero el móvil sigue siendo tan oscuro
como antes. Creo que hemos de admitir
que toda la evidencia apunta hacia Mortimer
Tregennis, el cual podría haber sido el
criminal en la primera tragedia y la víctima
en la segunda. Debemos recordar, en primer
lugar, que existe una historia de pelea familiar,
con reconciliación posterior, aunque
ignoramos hasta qué punto fue cruda la pelea
o superfi cial la reconciliación. Cuando
pienso en Mortimer Tregennis, con su cara
de zorro y sus ojillos astutos y brillantes,
agazapados detrás de sus gafas, no veo en
él a un hombre predispuesto a perdonar.
En segundo lugar, tengamos presente que
esa idea de que había algo moviéndose en
el jardín, que distrajo de momento nuestra
atención de la auténtica causa de la tragedia,
surgió de él. Tenía un motivo para desorientarnos.
Y por último, si no fue él quien
echó esa sustancia al fuego en el momento
de abandonar la estancia, ¿quién lo hizo? El
suceso ocurrió inmediatamente después de
su marcha. Si hubiera entrado alguna otra persona, sin duda la familia se habría levantado de la mesa. Y además, en el pacífi co Cornualles no llegan visitas pasadas las diez de la noche. Así que podemos afi rmar que todas nuestras evidencias señalan a Mortimer Tregennis como culpable.
–¡Entonces su muerte fue un suicidio!
–Bueno, Watson, a primera vista no es una suposición absurda. Un hombre que en
cuya alma pesaba el condenar a su familia a un fi nal como éste, podría, llevado por el
remordimiento, infl igirse ese fi nal a sí mismo.
Sin embargo, existen poderosas razones en contra. Por fortuna, hay un hombre en
Inglaterra que lo sabe todo, y he dispuesto todo para que escuchemos los hechos de
sus labios esta misma tarde. ¡Ah! Llega con un poco de adelanto. Le ruego que venga
por aquí, doctor Sterndale. Hemos realizado, dentro un experimento químico, que ha
dejado la habitación poco adecuada para la recepción de tan distinguido visitante.

El pie del diablo
(Cuarta y última parte)
Oí el rechinar de la verja del jardín y apareció en el camino la fi gura majestuosa
del gran explorador de África. Se volvió, algo sorprendido, hacia la rústica glorieta
donde estábamos sentados.
–Me ha hecho llamar, señor Holmes. He recibido su nota hace una hora, y aquí
me tiene, aunque en realidad no sé por qué he de obedecer a su requerimiento.
–Quizá podamos aclarar ese punto antes de separarnos –dijo Holmes–. Mientras
tanto, le agradezco sinceramente su cortés aquiescencia. Discúlpenos por esta
recepción informal al aire libre, pero mi amigo Watson y yo hemos estado a punto
de aportar nuevo material para un nuevo capítulo de lo que los periódicos llaman el
“Horror de Cornualles”, y de momento preferimos una atmósfera limpia. Quizá, ya
que los asuntos que tenemos que discutir le afectan personalmente y de forma muy
íntima, será mejor que hablemos donde no puedan oírnos.
El explorador se apartó el cigarro de los labios y miró a mi compañero con severidad.
–No acabo de comprender, señor –dijo–, de qué puede tener que hablarme que me
afecte personalmente y de forma muy íntima.
–Del asesinato de Mortimer Tregennis –dijo Holmes.
Por un momento deseé estar armado.
La cara fi era de Sterndale se tornó purpúrea,
sus ojos centellearon y sus venas, agarrotadas
y apasionadas, se le abultaron en
la frente, mientras daba un salto adelante,
hacia mi amigo, con los puños cerrados.
Entonces, se detuvo y con un esfuerzo violento,
adoptó una actitud de calma fría y rígida, que quizá presagiaba más peligro
que su vehemente arrebato.
–He vivido tanto tiempo fuera de la ley –dijo–, que me he acostumbrado a hacerme
la ley yo mismo. Le suplico, Señor Holmes, que no lo olvide, porque no deseo
causarle ningún daño.
–Tampoco yo tengo deseos de causarle daño a usted, doctor Sterndale. La mejor
prueba de ello está en que, sabiendo lo que sé, le he hecho llamar a usted y no a
la policía.
Sterndale se sentó jadeante, intimidado quizá por primera vez en su aventurera
vida. En las maneras de Holmes, había una serena afi rmación de fuerza, a la que
no podía uno sustraerse.
–¿Qué quiere decir? –preguntó por fi n–, dejémonos ya de andarnos por las ramas.
–Voy a decírselo –respondió Holmes– y la razón por la que se lo digo es que espero
que la franqueza engendre franqueza. Mi próximo paso dependerá por entero de la
naturaleza de su defensa.
–¿Mi defensa contra qué?
–Contra la acusación de haber asesinado
a Mortimer Tregennis.
Sterndale se secó la frente con el pañuelo.
–Por vida mía, está usted progresando 1 –dijo–. ¿Dependen todos sus éxitos de su
prodigiosa capacidad para farolear?
–Es usted –dijo Holmes, con tono severo– quien está faroleando, doctor Sterndale,
no yo. Como prueba, le expondré algunos de los hechos sobre los que se basan
mis conclusiones. De su regreso desde Plymouth, dejando que gran parte de sus
pertenencias zarparan, sin usted, rumbo a África, diré tan solo que fue lo primero que
me hizo comprender que era usted uno de los factores a tener en cuenta en la reconstrucción de este drama…
–Volví…
–He escuchado sus razones y me parecen fútiles y poco convincentes. Pero
pasemos eso por alto. Vino aquí a preguntarme de quién sospechaba. Me negué a
contestar. A continuación, fue a la vicaría, estuvo un rato esperando fuera, y por
fi n volvió a su casa. Pasó en su casa una noche inquieta, y fraguó cierto plan, que
puso en práctica a primera hora de la mañana.
Abandonó su morada al alba y se llenó el bolsillo de una gravilla rojiza que
había amontonada junto a su puerta.
Sterndale dio un respingo violento y miró atónito a Holmes.
–Luego recorrió a toda prisa la milla que le separaba de la vicaría. Llevaba, si me
permite la observación, el mismo par de zapatos de tenis con suela acanalada que calza en este momento. Ya en la vicaría, cruzó la huerta y el seto lateral, saliendo debajo de la ventana del inquilino Tregennis. Era ya pleno día, pero todos dormían en la casa.
Se sacó del bolsillo parte de la gravilla, y la lanzó contra la ventana superior.
Sterndale se puso en pie de un salto, y exclamó:
–¡Creo que es usted el mismísimo diablo!
Holmes sonrío al oír el cumplido, y prosiguió.
–Tuvo que tirar dos puñados o quizá
tres, antes de que el inquilino saliera por la ventana. Le hizo señal de bajar. Él se
vistió apresuradamente y descendió a la sala de estar. Usted entró por la ventana.
Sostuvieron una breve entrevista, durante la cual usted estuvo caminando de un lado
a otro de la estancia. Luego salió, cerrando la ventana, y se quedó en el césped de
fuera, fumando un cigarro y observando lo que ocurría. Por fi n, tras la muerte de Tregennis, se retiró por donde vino. Y ahora, doctor Sterndale, ¿cómo justifi ca esa conducta, y cuáles son los motivos por los que actuó como lo hizo? Si miente o trata de jugar conmigo, le aseguro que este asunto pasará a otras manos defi nitivamente.
A nuestro visitante se le había puesto la cara cenicienta mientras escuchaba las palabras de su acusador. Estuvo un rato sentado meditando, con el rostro oculto entre
las manos. Luego, con un súbito gesto impulsivo, se sacó una fotografía del bolsillo
superior y la tiró sobre la mesa rústica que teníamos delante.
–Este es mi motivo –dijo.
En ella aparecía el rostro de una mujer muy hermosa. Holmes se inclinó para verla,
y dijo:
–Brenda Tregennis.
–Sí, Brenda Tregennis –repitió nuestro visitante–. La he amado durante años, y durante años me ha amado ella a mí. Ese es el secreto de mi recogimiento en Cornualles que tanto sorprende a la gente: me ha acercado a la única persona en el mundo que quería de verdad. No podía casarme con ella, porque ya tengo esposa. Aunque me abandonó hace años, por culpa de las deplorables leyes inglesas, no puedo divorciarme.
Brenda estuvo años esperando. Yo estuve años esperando. Y todo para llegar
a este fi nal. –Un terrible sollozo sacudió su corpulenta masa, y se oprimió la garganta
con la mano por debajo de su barba moteada.
Luego, haciendo un esfuerzo, se dominó
y siguió hablando.
–El vicario lo sabía. Era nuestro confidente. Él le diría que Brenda era un ángel
bajado a la tierra. Por eso me telegrafi ó y regresé. ¿Qué me importaban ni mi equipaje ni África al enterarme de que la mujer amada había muerto de aquella manera?
Ahí tiene la clave que le faltaba para explicar
mi acto, señor Holmes.
–Prosiga –dijo mi amigo.
El doctor Sterndale se sacó del bolsillo un paquetito de papel y lo depositó sobre
la mesa. En el exterior había escrito: ‘Radix pedis diaboli’, con una etiqueta roja de veneno debajo. Empujó el paquetito hacia mí.
–Tengo entendido que es usted médico,
señor. ¿Ha oído hablar alguna vez de este
preparado?
–¡Raíz del pie del diablo! No, nunca he
oído hablar de él.
–Eso no va en menoscabo de su erudición profesional, porque creo que, exceptuando
una muestra en un laboratorio de Buda, no existe ningún otro espécimen en
Europa. Todavía no ha tenido acceso ni a la
farmacopea ni a los libros de toxicología.
Su raíz tiene forma de pie, mitad humano,
mitad caprino; de ahí el nombre fantástico
que le dio un misionero botánico. Los brujos la utilizan como veneno probatorio de
ciertas regiones del oeste de África, que la guardan en secreto. Obtuve este espécimen en circunstancias extraordinarias, en el país de los Ubanghi. –Abrió el papel mientras hablaba, mostrándonos un montoncito de un polvillo parduzco, similar al rapé.
–¿Y bien, señor? –preguntó Holmes con tono grave.
Un día, hace un par de semanas, vino a visitarme y le mostré algunas de mis curiosidades africanas. Entre otras, le enseñé este polvillo y le hablé de sus extrañas propiedades, de cómo estimula los centros cerebrales que controlan la emoción del miedo y cómo la muerte o la locura es la suerte que corre el infortunado que es sometido a un juicio probatorio por el sacerdote de la tribu. Le conté también lo impotente que es la ciencia europea para detectarlo. No puedo decirles de qué forma se lo apropió porque no salí de la estancia; pero no hay duda de que se las ingenió para sustraer parte de la raíz del pie del diablo. Recuerdo bien que me acosó con preguntas relativas a la cantidad y tiempo necesarios para que surtiese efecto, pero ni por un instante imaginé que pudiera tener razones personales para querer saber todo aquello.
No pensé más en el asunto hasta recibir en Plymouth el telegrama del vicario. El
rufi án pensaba que yo estaría mar adentro antes de que se publicase la noticia, y que
permanecería años perdido en África. Pero volví enseguida. Desde luego, no pude escuchar los detalles sin quedar convencido de que se había utilizado mi veneno. Vine a verlo de rondón, por si se le había ocurrido cualquier otra explicación. Pero no podía haberla. Sabía que Mortimer Tregennis era el asesino; que por dinero, y quizá con la idea de que si los demás miembros de su familia enloquecían se convertiría en el único administrador de sus bienes conjuntos, había usado contra ellos el polvo del pie del diablo, causando la demencia de dos de ellos, y la muerte de su hermana Brenda, el único ser humano al que he amado y que me ha correspondido. Ese era su crimen;
¿cuál había de ser su castigo?
¿Debía recurrir a la justicia? ¿Dónde estaban mis pruebas? Sabía que los hechos
eran ciertos, ¿pero lograría hacer creer aquella historia fantástica a un jurado de
campesinos? Quizá sí y quizá no; y no podía permitirme fracasar. Mi alma clamaba venganza.
Ya le he dicho antes, Señor Holmes,que he pasado gran parte de mi vida fuera
de la ley, y que he acabado por hacérmela a mi manera. Y eso fue lo que hice esta vez.
Decidí que debía compartir el destino que había infl igido a otros. O eso, o le ajusticiaría con mis propias manos. En toda Inglaterra no hay en estos momentos un solo hombre que le tenga menos aprecio a su existencia que yo a la mía.
Ahora ya sabe todo. Usted mismo ha explicado el resto. Como ha dicho, tras una
noche sin descanso, salí por la mañana temprano de mi casa. Preví la difi cultad de
despertarle, así que recogí grava del montón que ha mencionado, y la utilicé para
tirarla contra la ventana. Él bajó y me dio entrada por la ventana de la sala de estar.
Le expuse su crimen y le dije que venía como juez y como verdugo. El desdichado
se hundió paralizado en una silla al ver mi revólver. Encendí la lamparilla, puse el polvillo sobre ella y permanecí junto a la ventana, dispuesto a cumplir mi amenaza de
disparar si trataba de abandonar la estancia.
Murió a los cinco minutos. ¡Dios mío!
¡Y cómo murió! Pero mi corazón fue de piedra, porque no soportó nada que mi amada
Brenda no hubiera sentido antes que él. Esa es mi historia, Señor Holmes. Quizá si
amase a alguna mujer habría hecho lo mismo. En cualquier caso, estoy en sus manos.
Puede dar los pasos que le plazca. Como ya le he dicho, no hay ningún ser viviente que pueda temer menos a la muerte que yo.
Holmes permaneció un rato sentado en silencio.
–¿Qué planes tenía? –preguntó, por fi n.
–Tenía la intención de sepultarme en el
centro de África. Mi trabajo allí está a medio acabar.
–Vaya a acabarlo –dijo Holmes–. Yo, por lo menos, no pienso impedírselo.
El doctor Sterndale irguió su fi gura gigantesca, hizo una grave reverencia,
y se alejó de la glorieta. Holmes encendió su pipa y me alargó su tabaquera, diciendo:
–No nos vendrán mal, para variar, unos vapores que no sean venenosos. Creo que estará de acuerdo, mi querido Watson, en que no es éste un caso en el que tengamos que interferir. Nuestra investigación ha sido independiente, y también lo serán nuestras acciones.
¿Va usted a denunciar a ese hombre?
–Por supuesto que no –respondí.
–Nunca he amado, Watson, pero supongo que si lo hubiese hecho y el objeto
de mi amor hubiera tenido un fi nal como éste, habría actuado igual que nuestro ilegal
cazador de leones. ¿Quién sabe? Bueno, Watson, no ofenderé a su inteligencia
explicándole lo que ya es obvio. La gravilla en el alféizar de la ventana fue, desde luego,el punto de partida de mis pesquisas. No había nada que encajara con ella en el
jardín de la vicaría. Solo cuando el doctor Sterndale y su casa atrajeron mi atención
di con el complemento que me faltaba. La lamparilla encendida en pleno día y los
restos del polvillo en la pantalla fueron eslabones sucesivos de una cadena bastante
clara. Y ahora, mi querido Watson, creo que podemos borrar este caso de nuestras memorias y reanudar con la conciencia limpia el estudio de esas raíces caldeas que sin duda encontraremos en la ramifi cación de Cornualles de la fantástica lengua céltica.


No hay comentarios:

Publicar un comentario