martes, 1 de abril de 2014

A LA SOMBRA DE LAS MUCHACHA EN FLOR (MARCEL PROUST)

F         A LA SOMBRA DE LAS MUCHACHA EN FLOR (MARCEL PROUST)

      Es verdad que muchas veces, al ver pasar a unas muchachas bonitas, me hice promesa
de volverlas a buscar. Pero por lo general no parecían; además, la memoria, que olvida
pronto su existencia, difícilmente distinguiría sus facciones, acaso nuestros ojos no las
conocieran ya; añádase a eso que habíamos visto pasar otras muchachas a las que
tampoco volveríamos a encontrar. Pero otras veces, y eso es lo que sucedió con la
insolente bandada de mocitas, el azar se obstina en ponérnoslas delante. Y entonces el
azar se nos antoja muy bello, porque en él discernimos como un comienzo de
organización, de esfuerzo para componer nuestra vida; y por él se nos convierte en cosa
fácil, inevitable y a veces –tras las interrupciones que nos infundieron la esperanza de
dejar de acordarnos– en cosa cruel, la fidelidad a unas imágenes a cuya posesión se nos
figura más tarde que estábamos predestinados, y que, en verdad, de no haber sido por el
azar, hubiéramos podido olvidar al principio como tantas otras.
Pronto tocó a su fin la estancia de Saint–Loup en Balbec. No volví a ver a las
muchachas en la playa. Y Roberto estaba en Balbec muy poco tiempo, o durante la
tarde, y no le daba lugar a ocuparse de mi asunto y hacer que se las presentaran, todo
por mí. Por la noche tenía más libertad, y seguía llevándome a menudo a Rivebelle. En
restaurantes como el de Rivebelle suele ocurrir, igual que en los jardines públicos y en
los trenes, que nos encontramos con gente de exterior vulgar, cuyo nombre nos deja
asombrados cuando, al preguntar casualmente quiénes son, venimos a descubrir que no
se trata de los inofensivos insignificantes que nosotros suponíamos, sino de tal ministro
o cual duque, que conocíamos de oídas. Saint–Loup y yo habíamos visto ya dos o tres
veces en el restaurante de Rivebelle a un caballero alto, musculoso, de facciones
correctas y barba gris, que iba a sentarse a su mesa cuando toda la gente empezaba a
marcharse; tenía un mirar pensativo, constantemente clavado en el vacío. Una noche
preguntamos al amo quién .era aquel señor aislado, desconocido y rezagado en la cena.
“¡Ah!, ¿no lo conocen ustedes? Es Elstir, el pintor tan célebre.” Swann había dicho una
vez aquel nombre delante de mí; pero yo no me acordaba en qué ocasión ni a qué
propósito; sin embargo, suele suceder que la omisión de un recuerdo, por ejemplo, el–
elemento de una frase en una lectura favorita, venga en favor, no de la incertidumbre,
sino de una prematura seguridad. “Es amigo de Swann, un artista conocidísimo y de
mucho mérito”, dije a Saint– Loup. Y en seguida nos cruzó por el ánimo, como un
escalofrío, la idea de que Elstir era un gran artista, una celebridad; y en seguida
pensamos que probablemente nos confundiría con los demás parroquianos del
restaurante, sin sospechar el estado de exaltación en que nos pusiera la idea de su
talento. Indudablemente, el hecho de que ignorase nuestra admiración por él y nuestra
amistad con Swann no nos hubiese causado la menor pena a no ser porque estábamos
en una playa de veraneo. Pero como nos hallábamos un poco retrasados para nuestros
años, sin poder sujetar nuestro entusiasmo en silencio, y transportados a una vida de
verano, donde el incógnito ahogaba escribimos una carta firmada por los dos, en la que
revelábamos a Elstir que aquellos dos jóvenes sentados a unos pasos de su mesa eran
dos admiradores entusiastas de su talento y dos amigos de su gran amigo Swann, y le
manifestábamos nuestro deseo de saludarlo. Encargamos a un mozo que llevara la
misiva al hombre célebre.
Por aquella época Elstir quizá no fuese todavía todo lo célebre que aseguraba el amo
del restaurante, aunque unos años más tarde logró gran celebridad. Pero él fué una de
las primeras personas que concurrieron a aquel restaurante cuando no pasaba de ser una
especie de casa de campo, y llevó allí una colonia de artistas dos cuales emigraron
todos en cuanto aquella casa, donde se comía al aire libre, al abrigo de un simple
sobradillo, se convirtió en lugar de moda); el mismo Elstir, si comía allí ahora, era
porque su mujer, con la que vivía no lejos de Rivebelle, había salido de viaje. Pero el
gran talento, aunque no sea todavía muy conocido, determina necesariamente algunos
fenómenos que pudo distinguir el amo del restaurante de la primera época en las
preguntas de más de una viajera inglesa, ávida de detalles sobre la vida que hacía Elstir,
o en el gran número de cartas del extranjero que recibía el pintor. Entonces el huésped
se fijó en lo poco que le gustaba a Elstir que lo molestaran mientras estaba trabajando,
en que se levantaba a medianoche cuando hacía luna e iba a pintar a la orilla del mar
con un modelo de desnudo; y acabó por reconocer que tantas fatigas valían la pena, y
que la admiración de los turistas era justificada, un día que reconoció en un cuadro de
Elstir una cruz de madera que se alzaba a la entrada de Rivebelle.
–¡Qué bien está la cruz! –repetía estupefacto–, se ven los cuatro maderos. Pero hay
que ver también el trabajo que le cuesta.
Y no sabía a ciencia cierta si un “Amanecer en el mar” que le había regalado Elstir no
valdría una fortuna.
Vimos cómo leía nuestra carta; se la metió en el bolsillo, siguió cenando, pidió su
abrigo y su sombrero y se levantó; nosotros teníamos tal seguridad de haberlo
molestado con nuestra demanda, que la misma cosa que antes nos daba tanto miedo, es
decir, que se marchase sin haberse fijado en nosotros, era ahora nuestro mayor deseo.
No se nos ocurría una cosa en la que debíamos haber pensado, porque era muy
importante: que nuestro entusiasmo por Elstir, de cuya sinceridad no permitiríamos a
nadie que dudara y de la que nosotros no podíamos dudar, puesto que nos servía de
testimonio el respirar entrecortado por la esperanza, el deseo de hacer algo difícil o
heroico por el grande hombre, no era de admiración, como nosotros nos figurábamos,
puesto que nunca habíamos visto nada suyo; nuestro sentimiento podía tener por norte
la idea vacía de un “gran artista”, pero no una obra que no conocíamos. A lo sumo era
una admiración en blanco, el marco nervioso, la armadura sentimental de una
admiración sin contenido, esto es, cosa tan indisolublemente propia de la infancia,
como determinados órganos que ya no existen en el hombre adulto; éramos aún unos
niños. A todo esto, Elstir estaba ya cerca de la puerta, cuando de pronto cambió de
rumbo y se vino para nosotros. Yo me vi arrebatado por un delicioso espanto de tal
índole que unos años más tarde no podría sentirlo ya así, porque la capacidad para ese
género de emociones disminuye con la edad, y la costumbre del trato de gentes nos
quita toda idea de provocar tan extrañas ocasiones para esta emoción.
En las frases que Elstir nos dirigió, después de haberse sentado a nuestra mesa, no se
dió por enterado de las diversas alusiones que hice a Swann. Yo ya empecé a creer que
no lo conocía. Sin embargo, me invitó a que fuese a verlo a su estudio de Balbec,
invitación que no hizo a Saint–Loup, y que se debía a unas cuantas frases mías de las
que dedujo el pintor que tenía cariño al arte; porque en la vida humana los sentimientos
desinteresados juegan más papel de lo que suele creerse, y así logré con mis palabras lo
que quizá no hubiese logrado con una recomendación de Swann, si es que Elstir era
amigo suyo. Se mostró conmigo amabilísimo, con amabilidad superior a la de Saint–
Loup y que estaba con respecto a ella en la misma relación que la de Roberto con la
amabilidad de un hombre de la clase media. La amabilidad de un gran señor, por grande
que sea, parece, comparada con la de un artista, cosa de comedia y simulación. Saint–
Loup quería agradar. A Elstir le gustaba entregar, entregarse. Todo lo que tenía, ideas,
obras, y las demás cosas, que estimaba en mucho menos, habríalo dado con alegría a
alguien capaz de comprenderlo. Pero a falta de sociedad soportable vivía Elstir aislado,
de un modo selvático, y a ese género de vida la gente elegante lo llamaba pose; los
poderes públicos, mala índole; los vecinos, locura, y la familia, egoísmo y orgullo

CUESTIONARIO
1.- Extraiga la idea central del fragmento.
2.-¿A qué genero literario pertenece este gragmento?
3.- ¿Qué persona gramatical narra los acontecimientos del texto?
4.- ¿Qué relación existe entre el narrador  y el autor?
5.- ¿En dónde se desarrolla los acontecimientos?
6.- ¿Qué clase de personas descubre el narrador en los trenes?
7.- ¿Por qué siente admiración especial?
8.- ¿Qué opina acerca del azar?
9.- ¿Cómo vivía Elstir?
10.- ¿Quiénes y cómo calificaban el género de vida que llevaba Elstir?

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